Revista La U

Acerca de La habitación de al lado

Por Cristina Pósleman (*)

El 31 de octubre pasado se estrenó en Buenos Aires, La habitación de al lado, la última película del director español Pedro Almodóvar. Aparte de festejar un nuevo film de quien ha sabido despertarnos a las vicisitudes del corazón, con este en particular celebramos la apuesta almodovariana de filmar en inglés y fuera de España. No es que nuestro director se haya vendido al Imperio. Muy lejos de ello, Almodóvar se mete en el corazón de un universo repleto de hipocresías, para desnudarlas en su propio seno.

Inspirado en la novela de Sigrid Nunez, de título ¿Cuál es tu tormento?, el guion cuenta una historia protagonizada por Ingrid (Julianne Moore) y Martha (la tremenda Tilda Swinton). Ingrid se entera en la presentación de su libro -que por lo demás aborda el tema de la muerte-, que Martha se encuentra internada, atravesando un cáncer peligroso. Promete visitarla y así lo hace. Desde ese momento, se trata de la relación entre dos amigas alejadas, que antaño han compartido los años neoyorquinos del sexo, droga y rock and roll, y que ahora se ven frente a una circunstancia que hará real y encarnada, las disquisiciones sobre los afectos, el deseo, la experiencia y la muerte.

El guion no contiene saltos narrativos que no puedan preverse, ni vueltas astutas que pretendan burlar nuestra imaginación. Con una consistencia llana y un ritmo acorde, la historia nos mantiene en un estado de reflexión continua, nos da el tiempo para recurrir a nuestra propia memoria, sin caer jamás en el dramatismo vano e individualista. Lo justo, y aquí reside lo excelso de la premisa fundamental, para que la agonía -en rigor, la eutanasia- se dé a ser pensada en varios terrenos, para empezar, el de la vida personal y el del propio planeta. Por eso, el personaje que magistralmente interpreta Turturro, absolutamente consternado por la indiferencia general frente al estado terminal de nuestro hábitat, pliega el guion por el lado de un sentimiento que excede las vidas individuales y pone en otra perspectiva el drama personal de Tilda.

Pero esto no termina ahí. Una belleza plena de citas: a Tarkovsky -como en la escena de la casa que se quema-, a Kurosawa -en la persistente lluvia de copos blancos y rosa-, o a Hitchcock -como en la composición geométrica arquitectónica de los cuadros-, entre las más patentes, nos alerta de otra agonía. Quizás la más escondida, pero no por eso la menos conmovedora. El contraste entre la recurrente evocación de la década del desenfreno sexual y psico, y el desvanecimiento progresivo de la libido no solo por la enfermedad -aparecen: la pandemia, la paranoia por tocar el cuerpo del otro o de la otra por miedo a las leyes restrictivas-, funciona como marca de una época que se caracteriza por una enfermedad terminal, que ya no es la del cuerpo ni del ambiente. Esta vez se trata del riesgo de la muerte de la propia imaginación, que el film intenta resistir. Evitando a toda costa constituirse en una distopía, -riesgo que el personaje de Julianne Moore, procura todo el tiempo disipar, con su función evocativa de un pasado y un futuro no obstante alentadores en el medio de la desesperanza total-, el film resulta al final un homenaje a la historia del séptimo arte; para, al retirarnos de la sala, seguir palpitando esa atmósfera magnífica que sólo el cine sabe darnos.

(*) Dra. Cristina Pósleman, directora del Instituto de Expresión Visual de la Facultad de Filosofía, Humanidades y Artes de la UNSJ.   

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