edición 53
AÑO VIII - Nº 53 | agosto de 2011
Columna de Teatro
King Kong Palace, en la Fiesta Nacional del Teatro
Y San Juan era una fiesta
Por Susana Lage
Programa DICDRA - FFHA - UNSJ
Fiesta Nacional del Teatro. Localidades agotadas en teatros como el Sarmiento o el Municipal y en los espacios independientes. Gente de gira de punta a punta de la ciudad. Fiesta y fiesta, desbarrancando la acendrada creencia de que “al teatro acá no va nadie” y que las propuestas deben ser lo suficientemente populares, es decir, colorinches, ruidosas y con artistas conocidos, para que a la “gente” le guste. Quizás la falta de una política cultural seria al respecto obedezca a esa creencia. Por suerte para todos los que amamos el teatro, se equivocaron. Por suerte, también, el Instituto Nacional del Teatro lo tuvo siempre claro.
De lo que quiero hablar es de una de las obras que destacaron en la Fiesta, King Kong Palace. Del chileno Marco Antonio de la Parra y a cargo del elenco cordobés Sr. Barbijo Presenta, vino a poner el acento en aquello de que la simpleza es la mayor virtud teatral. Siete actores parados frente al público, con escaso o nulo movimiento corporal y ningún artilugio escénico o técnico.
Aunque no pueda creerse, en semejante economía calculada de medios, las imágenes brotaban y contaban una historia, de la mano de un excelente director, el boliviano Diego Aramburo, y un grupo de egresados del Seminario de Teatro Jolie Libois. Y la historia tenía que ver nada menos que con los juegos de poder y sus reglas.
Personajes de comic entrañables (Tarzán, Jane, Mandrake) pierden su inocencia y transitan moldes shakespereanos: las tres camareras son obvias versiones de las brujas de Macbeth, Tarzán oscila entre encarnar un Otelo desolado, un Rey Lear lamentándose de su vejez, un Hamlet perseguido por el fantasma de su propio hijo. Las citas textuales de Antonio y Cleopatra, Romeo y Julieta y Sueño de una noche de verano hablan aquí de tiranías, dictaduras, soledad, dolor…
Aunque toda esta acción se desarrollaba en paredes desvestidas, sí había escenografía. La que las palabras, los cuerpos y voces diseñaban. Y la palabra relataba una historia, tan bien narrada que sus climas y ritmos se transformaban mágicamente en tranparentes, invitando al espectador, y a través de interregnos musicales de muy buena factura, a transitar de la comedia a la tragedia, de las historietas de los años ‘50 al teatro isabelino. Como sostiene el director cordobés Gonzalo Marull, “Diego Aramburo y Marco Antonio de la Parra entienden que la mejor producción está en la cabeza del espectador.”
Creo que, además, han entregado generosamente una buena prueba de qué es la esencia de lo teatral. Aunque los que decretan qué le gusta o no a la gente lamentablemente no lo entiendan.
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