edición 2
AÑO VIII - Nº 52 | mayo de 2011
Columna de Literatura
Los poetas suicidas
Por Magister Ricardo Luis Trombino
Escritor e Investigador de Literatura Sanjuanina. Subdirector Departamento de Letras - FFHA - UNSJ
El poeta suele ser una persona altamente sensitiva, que vive captando honduras de la realidad que muchos otros, en el ajetreo y el anestesiamiento humano de las actividades, no perciben. El poeta entonces está en atenta y profunda percepción de cada hecho que lo rodea. Esto lo hace un ser en permanente alerta y movilización interior, subjetiviza, absorbe, indaga, en un ejercicio tal vez más frecuente que otros. Esto también lo hace un ser a veces vulnerable, en crisis frecuente; el mundo y sus múltiples paradojas y contradicciones, los absurdos, las injusticias, la carencia de lugares donde sentir el vínculo armonioso entre el ser y la naturaleza, lo sobrepasan, saturan temerariamente su sensibilidad, no se pueden tanto encima. Entonces, como otros semejantes que sin escribir también experimentan lo mismo, desde orillas de lo cotidiano, de frente y a pecho abierto, en un acto aparentemente incomprensible, renuncian abruptamente a la vida.
Hubo dos poetas sanjuaninos, insoslayables voces de nuestra literatura, que transitaron probablemente esas sendas de dolores y de profunda sensibilidad y se suicidaron. Por un lado, la juventud herida de Carlos Guido Escudero; por otro, la adultez hipersensible de Lizzie Gallo.
Carlos Guido diría en “Elegía al hombre actual”, uno de sus emblemáticos poemas: “Absorto, entre poleas, está el hombre actual./ Tiene en los puños caídos una calandria muerta/ y un lirio seco/ Con severidad de número camina y se mueve./ Parece eléctrico/.../ Entre engranajes pasa el hombre actual,/ como señor y esclavo de ellos”. Y en “Poema perdido en el tiempo”: “Me encuentro de repente/ solo de carne y huesos./ Un montón tan solo de materia/ en el espacio y en el tiempo”. El mundo lo abrumaba, el amor le era esquivo y no poder tenerlo le borraba horizontes futuros; entonces, una madrugada, con 24 años, atravesó sus sienes en un “basta, suficiente”.
Lizzie decía en “Hombre de mi ciudad”: “Entre catedrales de historia/ que bendicen o que acusan/ desde el bronce,/ hombre que transitas/ o que sólo permaneces,/ hombre de mi ciudad,/ hombre olvidado/ de la heredad que Dios/ puso en tu frente/.../ un mástil de soledad/ roba tu nombre,/ muros de miedo y de ilusión/ te lo devuelven/ a la cárcel de asfalto y de neón/ donde te mueres”. Y en “Entrega”: “Algún día moriré/ y la guerra sin sentido/ que me nombra/ sosegará por fin/ sus arrebatos./.../ Abandonaré entonces/ los mares de sombra/ en que buceo/ para explicar mis límites”. Mujer exquisita y de finísima sensibilidad, que un día, agotada de este suelo, se lanzó en vuelo por el aire, tal vez queriendo sentir por un instante todo el viento en su cuerpo, en el que pesaba tanta existencia dolida.
Dos voces de nuestra poesía, que decidieron drásticamente el momento y el modo de su partida y que nos dejaron en su literatura la huella de una conciencia sufriente que intentaba traducir en el poema la percepción agobiada del mundo y la necesidad, que nos urge, de recuperar la memoria de lo verdaderamente humano, en este insomne trajín cotidiano de urgencias sin sentido.
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