edición50
AÑO VIII - Nº 51 | marzo de 2011
Columna de Teatro
El musical sobre Sarmiento,
sobre la osadía de “estar en escena”
Por Alicia Castañeda
Programa Desarrollo de la Investigación y de la Creación Dramática (DICDRA)
Instituto Ricardo Güiraldes - FFHA - UNSJ
En el espectáculo final de la reciente Fiesta del Sol asistimos al homenaje a Domingo Faustino Sarmiento en el bicentenario de su natalicio. Homenaje que congregó a los sanjuaninos frente a un escenario entre los cerros o frente al televisor en los hogares en las distintas oportunidades en que el cierre de la fiesta fue transmitido y retransmitido.
Digno homenaje para un hombre que soñó con la movilidad, con el no quedarse en una sociedad estancada, que supo escuchar la voz de su deseo y responder a él. Al convocarlo sobre el escenario, magistralmente representado en su niñez, juventud, adultez y ancianidad, se produjo una situación única, porque el espectáculo dejó de ser algo que ocurre ahí, para ser algo que ocurre en mí, como espectador conmovido, afectado. Sea que me atrajeron las concordancias de las voces del coro, el embeleso de la palabra y la voz del mismo Sarmiento, o los sones de la música de la orquesta en vivo, los ritmos de las danzas, los vestuarios, la inmensa pantalla que proponía imágenes de fondo, o los fuegos artificiales, los recursos lumínicos, el teatro aéreo, la historia romántica de cuento de hadas, y así siguiendo, para quedar fascinado o para experimentar rechazo. Esta vez la escena tuvo la potencia de arrojarnos al centro del espectáculo final, para estar ahí, estar dentro, habitar un mundo distinto del cotidiano.
Y es aquí donde el espectáculo cobra fuerza, en el doble movimiento, en este as y envés de las circunstancias. Estar dentro es lo que nos posibilita su contrario, tomar distancia, salir, tomar nota. Despertar al mundo que vivimos, contemplarlo como espectador, a distancia y desde fuera. Percibirnos como sociedad, como seres humanos enfrentados a la vida, con todos sus riesgos, dolores, pasiones. Porque la fiesta de cierre contó con un plus no previsto inicialmente por sus realizadores: la caída. El accidente sufrido días antes trajo a escena la culpabilidad psicológica, la deuda social y humana con el otro. Ese fantasma traspasó a quienes tuvieron la audacia de volver sobre sus pasos y actuar, nos atravesó a quienes nos dispusimos como espectadores en los cerros o en las pantallas. Nos puso límites, aquellos que establece el arco debutante en esta edición de la fiesta para dar marco. Límite que vuelve lo humano a su frágil lugar, límite que exige y apremia, pero que también desata el anhelo de superar la finitud y llegar al infinito, fáustico anhelo sarmientino.
Mil gracias a aquellos danzarines que en esa noche de un lluvioso febrero se atrevieron a “bailar sobre las ciénagas como si fuesen prados” (Niestzche).
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