edición 49
AÑO VII - Nº 49 | septiembre 2010
Columna de Cine
Salvar algo, todo lo posible
Por Cristina Pósleman
Instituto de Expresión Visual - FFHA - UNSJ
Se sabe que en plena Edad Media las brujas eran perseguidas, brutalmente torturadas y a veces quemadas. Lo eran, porque sus ejercicios -de hechicería o de encantamiento- estaban destinados a modificar hechos e influir en la vida de las personas. Hay ahí una paradoja. Y es que tanto brujas como acusadores se basaban en la confianza plena en un cierto “orden” o “realidad”. Unas, pretendiendo desmoronarlo, los otros, buscando afanosamente conservarlo. Apropiarse de lo real, ejerciendo la fuerza constrictiva del tiempo.
Las prácticas de encantamiento han proseguido hasta hoy. No siempre de la misma manera y con el mismo propósito. Podríamos aventurarnos a pensar que cada época tiene su gran encantador y sus temblorosos perpetradores del orden. Pero a diferencia del teatro montado sobre una certeza compartida -el de las brujas y perseguidores del medioevo-, que incluso en la actualidad perdura, hay otros que pueblan nuestro siglo y que implican multiplicidad de regímenes de lo real. Y sobre todo, tensan la paradoja hasta disiparla.
La conmovedora mirada de Gelsomina, contemplándonos desde una escena de La Strada. La carnalidad de una Anita Ekberg imponente en medio de la Fontana di Trevi. Cristo, con los brazos abiertos, enganchado a un helicóptero, volando hacia la Basílica de San Pedro con la inmensa plaza colmada de fieles en La Dolce Vita. El desfile de los personajes de la vida de Fellini en el final de Ocho y medio. Los obispos… El salvataje fallido de Zampanó.
Los grandes encantadores del siglo veinte, como Fellini, no persiguen la evasión. Estar bajo el efecto de encantamiento ya no es estar fuera del “aquí y ahora”. Lo imaginario resulta superado por una presentación pura del tiempo, por una imagen cristal. Lo imaginario ya no es aquello que carece de realidad, sino lo que convierte a lo Real en indecidible, un exceso que se parece más a la embriaguez que al sueño, en el que aún persiste una pizca de aquél.
Una ética se despliega en este programa estético. ¿Qué es lo que este gran encantador nos da a experimentar?
Buscando y buscando encontré estas palabras que no pueden ser más elocuentes. Cita Daney a su amigo Deleuze: “Es preciso ser cómplice de la decadencia e incluso precipitarla, quizás para salvar algo, todo lo posible…” (Daney, Serge. Cine, arte del presente. Buenos Aires, Santiago Arcos Editor, 2004, p. 264). Puede ser que el encantamiento felliniano consista en eso. En ofrecernos la vivencia de este siglo que pasamos, que sobrevivimos, montada en una extravagante y a la vez modesta maquinaria de salvataje. De salvataje de la Esperanza, de Eros, del Humor.
Por todo esto, y aprovechando el año de aniversarios, nos sumamos desde aquí a los homenajes que se llevan a cabo –sobre todo en Barcelona- y que son varios: noventa años del nacimiento de Fellini, cincuenta del estreno de La Dolce Vita, además de la declaración de Mejor Artista del Siglo XX, por parte del Estado italiano. Y como dice Beatriz Della Motta: ¡Mirá si no hay artistas en Italia!.
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