edición 44
AÑO Vi Nº 44 | septiembre 2009
Por donde pasa la peste…
Por Cristina Pósleman
Instituto de Expresión Visual - FFHA - UNSJ

Ataviada de cabo a rabo, de una mano su hijo mayor, de nombre Encierro, y de la otra, la menor, Ansias de lo Otro, va Epidemia “A” muy osada. En aeropuertos, terminales de buses, de trenes, puertos, con otras semejantes se cruza. Pero sólo entre ellas se reconocen, y en silencio prosiguen… Y es que atraviesa una frontera, que ya todo es sospecha, desconfianza, descontrol, en torno a ella. En sus escapadas de vampira, sus hijos quedan al cuidado de nadie. Riñen. Contra todo pronóstico, hoy, la hija ha vencido al hijo. Eso, sólo algunos -quizás los artísofos- lo creerán.
Venecia, principios de siglo. Un famoso compositor de edad adulta (un irreconocible Dick Bograde) escapa de su drama psico-moral que lo lleva a interminables y viciados devaneos por la conciencia. ¿El arte o la vida? ¿El ansia o la razón? En el hotel se encuentra a una familia de italianos que está vacacionando. Tadzo, el hijo adolescente de belleza excesiva, será desde la primera vez el objeto de su mirada, el espejo de su progresiva decadencia. Irritante, inconmensurable desde su racionalidad, ésta se convierte en su “única y última”* gran aventura. Un acierto, entre otros, de Visconti: la creación de un personaje casi inaprehensible: la peste en Venecia. Como un bajo continuo, ésta irá tomando fuerza a medida que el Yo va perdiendo, poco a poco, sus fundamentos, sus horizontes. La escena final, en la playa, Tadzo delante del compositor que está sentado en una silla playera, que se va destartalando junto con él, con la mirada lastimosamente enfocada, y la peste…finalmente haciéndose obedecer, como el doble evanescente de la subjetividad de Gustav Von Aschenbach.
Ullun, lindando el 2000. Un hombre de mediana edad, que ha vuelto a su pueblo con ansias de aprender a puntear con la guitarra, asiste a la fiesta. Tres (o cuatro) son los asistentes. Y eso basta. Las “chinas” ataviadas, los “negros”, uno -el de la guitarra y canto- al lado del otro, codeándose. Todo allí está teñido del morado negruzco de los adentrares. Trasunta un tenue olor a suspenso. (Conste que hay otra historia que se mezcla con esa: Juan Jufré ha llegado con su tropa de colonizadores, entre los que trae infiltrados algún que otro vampiro). Repentinamente, una de las “comadres”, la más joven según recuerdo, se abalanza directo hacia el visitante y lo lanza al suelo. Todos se abarrotan sobre el desprotegido. Corre sangre de Nosferatus.
El cine ha sabido hacer del mal del contagio, de las amenazas solapadas y gratuitas, de la sordidez inherente a lo humano, un personaje por demás elocuente, que nos enfrenta a la temible realidad oculta bajo las locas fiestas de los mortales. Más allá del encierro, de la prohibición de las salas, de la ocasión de desviar fondos a propósito de la emergencia, a pesar de todo, y como el cine nos lo ha hecho ver, hemos tenido la ocasión de advertir que la peste no pasa sólo por el cuerpo.

*Expresión extraída de Mirar a quién, de Beatriz Della Motta, con comentarios de Cristina Pósleman (2006, San Juan, EFU)


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