AÑO IV - Nº30 - SEPTIEMBRE 2007  

escribe
José Figueroa
Docente e investigador
Facultad de Ciencias Sociales - UNSJ

Minoridad y racismo

El racismo supone la degradación del homo sapiens a una clase de seres cuya condición humana es suprimida al punto que, los así definidos por inferioridad biológica deben someter su voluntad a quienes por autoafirmación de supremacía los “tutelan”. A partir de este procedimiento ideológico se legitimó durante siglos el patriarcado para la mujer, las encomiendas para los indios o la esclavitud para los africanos. En el fondo, siempre se invocó la compasión o el altruismo para rodear de piedad el acto por el cual se privaba absolutamente de derechos a quienes les cabía la definición infamante de “incapaces”, concepto con el que se disfrazó la legalización de tratos crueles, discrecionales y arbitrarios por parte de quienes se desempeñarían así como sus “naturales” tutores.
Con la infancia, ocurrió un capítulo especial dentro de los dispositivos de las perversas ideologías raciales. La creación del concepto de “menor” fue el modo “técnico” y “científico” de producir dentro del universo de la infancia la escisión profunda entre niñez y “minoridad”.
La influencia de Darwin, se esparció dentro de la corporación médica que reconcilió lo biológico y lo social a partir de la “eugenesia”, que en el fondo era la forma atroz de depurar del “cuerpo social” aquellos elementos “impuros” que al corromper el linaje merecían un tratamiento “profiláctico” acorde al naciente “higienismo social”. El nazismo, más adelante, mostraría sin pudor la horrenda faceta de este prejuicio con el Holocausto.
De este modo, la corporación jurídica estableció en el siglo XIX dos clases de infancias: la que va a la escuela y la que se encierra en el reformatorio. La primera es para los “niños” y la segunda para esa clase especial de seres que aún hoy algunos venerables y solemnes adultos denominan –indecentemente- “menores”.
San Francisco de Asís, al inventar el pesebre en el siglo XIII dio paso al culto del “niño Jesús” y marcó en la Edad Media, el primer paso dentro del mundo occidental para “reconocer” a los niños un estatuto de humanidad.
Es por ello que la infancia es una realidad tardía en la historia de la humanidad. Su inclusión en un orden de representaciones y sentimientos que lo singularizara, hasta llegar a tener incidencia en los ordenamientos simbólicos de nuestra época, lleva la marca de los grandes debates ideológicos que dieron lugar a lo que hoy conocemos como Derechos Humanos.
Antes de que el niño llegase a ser nombrado como tal y considerado parte singular de la especie humana, su estatuto fue de objeto. No se le consideraba en comunicación con los otros. Era solo objeto de un verbo para el adulto que hablaba de él. Tratado, en el mejor de los casos, como un juguete bello o simpático quedó excluido de los intercambios humanos, de ahí que su muerte fuese una realidad corriente, asumida con indiferencia (En Roma, por ejemplo, sólo desde el año 374, dar muerte a un niño comienza a ser calificado como homicidio). Petrarca, Comenius, Pestalozzi o San Anselmo aconsejan a padres y maestros moderación. Los azotes, -proclamaban los moralistas y humanistas- debían ser “sabiamente administrados”.
Tardíamente, decíamos, la humanidad reconoció a todos los niños la cualidad de “personas”. Fue a través del instrumento de Derechos Humanos más consensuado a nivel planetario de todos los tiempos: La Convención Internacional de los Derechos del Niño. Es dicho instrumento legal el que nombra a los niños como “ciudadanos”, esto es, en igualdad de derechos que el resto de las personas.
Quienes al día de hoy mantienen el infamante modo de referirse a determinados niños como “menores” y así disponer de ellos mediante intervenciones fuera de la Ley, continúan de este modo utilizando en forma aggiornada esa forma larvada del racismo que se disimula detrás de todos los eufemismos tutelares que discriminan a los niños con el rótulo de “menor”

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