Universidad Nacional de San Juan - Argentina - Julio 2007 - Año IV - Nº 29

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Reflexión en base a una pregunta:
¿puede el deseo por la filosofía ser enseñado?

VersiÓn abreviada de ponencia presentada en el SCIEF, San Juan, 2007

Olga Grau Duhart (Chile)

Académica del Departamento de Filosofía y del Centro de Estudios de Género y Cultura en América Latina de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Coordinadora del programa de Filosofía para Niños en dicha facultad.
Ha publicado artículos varios, entre ellos “De tablas rasas a sujetos encarnados”; “La infancia de una escritura y el libro Cosas y Palabras” (1995), para el trabajo en Filosofía para Niños de niveles de educación parvularia y básica inicial. Ha editado “Antología de imaginarios de infancia” (2003) como producto del curso “Imaginario infantil”, de la Carrera de Educación Parvularia y Básica Inicial, de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile, donde colabora. Ha pertenecido al Centro de Filosofía Escolar, formando parte de su directorio. Elaboró materiales con la metodología de Filosofía para Niños para distintos niveles de la educación básica y media y ofreció talleres para profesores, en el marco del programa de Formación de Valores del Colegio The Grange (1989-1992).

Esta pregunta se me hizo presente a partir de dos textos, uno de Lyotard “¿Por qué desear?”1 y otro de Cerletti “La enseñanza de la filosofía: de la pregunta filosófica a la propuesta metodológica”,2 textos que remiten a su vez a otros textos. Lyotard envía al diálogo platónico El Banquete, en el que la filosofía se nos presenta como Eros, figura ambivalente que juega su oscilación entre la escasez y la abundancia, entre lo femenino y lo masculino, la vida y la muerte, en permanente tensión entre opuestos. Lyotard se hace acompañar con el diálogo platónico para elaborar posibles respuestas a la pregunta de por qué desear, entendiendo por deseo, “la relación que simultáneamente une y separa sus términos, los hace estar el uno en el otro y a la vez el uno fuera del otro.”3 Para Lyotard, “filosofar es dejarse llevar por el deseo, pero recogiéndolo, y esta recogida corre pareja con la palabra”, siendo “el problema del Logos, de la palabra, (…) el de la reflexión del deseo sobre sí mismo”. Así es como entonces, “Filosofar es obedecer plenamente al movimiento del deseo, estar comprendido en él e intentar comprenderlo a la vez sin salir de su cauce”;4 “Filosofar no es desear la sabiduría sino desear el deseo” y en vez de buscar la sabiduría, Lyotard nos dice que más bien nos valdría buscar por qué buscamos.5
En el texto de Cerletti, que dialoga en algunos de sus planteamientos con el de Lyotard, encontramos la afirmación de que la filosofía más que amor o deseo de saber sería el deseo del deseo de saber. Sostiene, asimismo, que “el deseo de filosofar, como el deseo de pensar, es, en última instancia intransmisible”, y “no es posible enseñar a “amar” la sabiduría, como, por cierto no es posible enseñar a enamorarse”. De este modo, el deseo por la filosofía es inenseñable, existiría un límite para la enseñanza de la filosofía: el de la no existencia del deseo por la filosofía, el deseo de filosofía.
Mi pregunta mueve una pieza del ajedrez hacia la afirmación de Cerletti de que no se puede enseñar el deseo. A mi modo de ver, esta perspectiva podría clausurar la posibilidad de entender la escena pedagógica de la enseñanza de la filosofía como posible escena de seducción en el deseo por la filosofía.

El principio del deseo

Para abordar esta cuestión, quisiera partir por el principio, por la narración que nos ofrece el Génesis. El relato de Adán y Eva nos lleva a pensar en el emerger del deseo, y el lugar, figura y modo de su ocurrencia.6 El deseo de Eva por comer del fruto del árbol prohibido ¿es un deseo despertado o inducido? El deseo de Eva suscitado por la serpiente, ¿es el primer deseo? ¿Nos dice este relato que es el deseo lo que constituye lo humano? ¿Es el deseo su caída? ¿Se cae en el deseo?
La serpiente, a mi modo de ver, introduce el deseo en Eva, perfora su inocencia invitándola a ser como diosa, no sólo inmortal, sino conocedora del bien y del mal. La palabra de Dios ha instituido el mandato, la prohibición; en cambio, la palabra de la serpiente es promesa de poder, saber y vida ilimitados, realizable a través de la acción de comer un objeto, el fruto del árbol prohibido. Dos formas del dominio de la palabra. La palabra de Dios ha instituido el mandato, la prohibición. La de la serpiente tienta, tantea, enarbola el deseo remontando la inocencia, pone una mala fe, un descreimiento en la ley, atrae hacia lo que falta. La palabra serpentina suscita el deseo al mismo tiempo que produce lo deseable, la deseabilidad del saber, asociado al poder e inmortalidad, negado, prohibido, impedido. Por ello, con ese primer objeto deseado se accede a la experiencia del deseo de lo absoluto, condición constitutiva del primer deseo. Luego de la pérdida del paraíso, lo humano queda lanzado al deseo de retorno al no deseo (jardín paradisíaco) y a lo indeferenciado.
La serpiente es mediadora entre la inexistencia del deseo por imposición de la ley y mandato divinos y la existencia del deseo. La mordida es ya el deseo de saber, es un acto ya no desde la inocencia, sino desde el deseo. En la inocencia, podríamos decir, no hay deseo. El deseo se vincula fuertemente a la transgresión, a un estado de alteración de determinadas condiciones, de lo dado, de lo dictado; irrumpe en la escena de la trasgresión que no es sino trascender la limitación existente respecto de una experiencia posible que se hace deseable.
A través de la seducción el árbol se ve como bueno y deseable. “Vio pues, la mujer que el árbol era bueno para comerse…y deseable para alcanzar por él la sabiduría”. El deseo prepara el saber, pero también el deseo ya sabe, sabe como ficción, por imágenes. La mordida es saber del bien por venir prometido por la serpiente, es deseo de saber (lo deseable), y es también saber del deseo. Pero el saber de la distinción del bien y del mal, de la diferencia, saber prohibido, sólo se da en el comer y tragar, compartido por Adán y Eva; se trata de dar sitio en el cuerpo al fruto del árbol. Y el primer saber de la distinción es el saber de la diferencia sexual, que se manifiesta en la vergüenza de la desnudez. Saber corporal, entonces, se sabe con el cuerpo y se sabe del cuerpo. Asistimos en el relato bíblico a la carnalización del deseo. Pareciera ser, en esta comprensión, que no nos podemos desprender cuando nos referimos al deseo de su connotación erótica.

El deseo de saber

Algo completamente distinto de esta interpretación del relato bíblico ocurre en el contenido del enunciado aristotélico de que “Todos los hombres desean naturalmente el saber”. Allí, la inclinación al saber está dada por naturaleza. El deseo no requeriría de la palabra mediadora para ser producido, está dado ya en la simple observación de que son capaces los ojos, un saber de actualidad. Se está desde siempre y para siempre en el deseo de saber que puede ir cobrando formas más complejas hasta el deseo de saber metafísico. El primer grado de saber, es también el primer grado de ese deseo. La curiosidad en el observar, en el relacionar a partir de las percepciones, no podría faltar en el ser humano, sería el primer grado. Este primer grado del deseo es también animal, dadas las semejanzas que establece Aristóteles en este punto entre humanos y animales.
En nuestro tiempo, se tiene todavía la idea de que tenemos instintos, inclinaciones básicas por determinados objetos, dispositivos que disparan hacia determinadas acciones espontáneas. Pero más bien la existencia humana, en la medida que incorpora fuertemente la socialización y la culturización, no se arma en base a instintos o mecanismos de carácter natural, sino a condiciones primarias de esa misma culturización que es también producción de las formas y articulaciones de los deseos.7
Podríamos decir que el deseo tiene muchas formas, y no sabemos de ellas porque no las hemos recorrido, determinados en nuestros deseos muy unilateralmente por los mandatos culturales, por las instituciones de todo tipo. No sabemos de ciertos deseos, porque no los hemos concebido o no los hemos hecho carne.8 El deseo atisbado o recorrido en alguna de sus vías puede ser explorado y expandido en sus variaciones, pero también el deseo puede ser creado, producido en un determinado momento, y en la medida que lo creo e invento, lo descubro, lo descubro en su particularidad. No está dado previamente, pero tampoco es la permanente y completa ausencia.

Cómo enseñar el deseo por la filosofía

Desde las afirmaciones que han llenado este texto creo que podríamos ya señalar algunas claves para abordar el problema de enseñar el deseo por la filosofía: al parecer lo inducimos, lo producimos, hacemos deseable el deseo de pensar, enseñamos el deseo del deseo de pensar. Este enseñar el deseo pasa por la seducción de que seamos capaces, de que el cuerpo hable y dé señas en su entusiasmo por pensar. Enseñar el deseo por la filosofía es mostrar al otro nuestro propio deseo, exponernos en nuestra vacilación, indicar el movimiento de incertidumbre.
Enseñar el deseo de filosofar sea tal vez enseñar a no desear lo absoluto, o a desear sabiendo siempre de la fragilidad, del carácter efímero, contingente, actual, imprevisible, del contenido del deseo. Pensar (y enseñar) el deseo puede ser entendido no como algo a colmar, que nunca se logra, sino como la experiencia de lo ilusorio, de la ficción en que habitamos.
Enseñar la filosofía sería enseñar el deseo en el sentido de saber de él, enseñar una mirada cuestionadora que piensa las condiciones en que se desea, y cómo deseamos; que piensa los objetos que se han deseado en la filosofía, y la permanente apertura del espacio filosófico.

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NOTAS
1 Lyotard, Jean-Francois, ¿Por qué filosofar?, Paidós, Barcelona, 1989.
2 Intervención en el II Encuentro Internacional de Filosofía y Educación, Universidad del Estado de Río de Janeiro, Brasil.Texto que me fue facilitado por Walter Kohan en el año 2005.
3 Op. cit., p.89
4 Op.cit., p.99
5 Op.cit., p.95
6 Una reflexión anterior a propósito del mismo relato que abordó el tema, entre otros, del deseo, fue escrita en mi ensayo “Desde el revés: mujer y poder”, en: Grau, Olga (ed.) Ver desde la mujer. Editorial Cuarto Propio, La Morada, 1992. Respecto del desarrollo hecho en esa ocasión tengo algunos puntos de diferencia.
7 Sólo podríamos hablar tal vez de instintos en un humano que ha sido abandonado a la naturaleza, en la más completa separación de sus congéneres, sólo acogido por animales que le ayudan a sobrevivir. E incluso allí, no sabemos qué lugar tiene en la memoria genética una historia biopolítica.
8 En esto, los estudios gays y lésbicos han aportado miradas interesantes, refiriéndose a la dictadura heterosexual (Sheeley Jefreys), o heterosexualidad obligatoria, en Adrianne Rich. Deleuze, por su parte, al señalar que el deseo no es una “realidad natural” coincidiría con las feministas que postulan la diversidad multifacética del deseo sexual.

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