Universidad Nacional de San Juan - Argentina - Julio 2007 - Año IV - Nº 29

    Principal
    Editorial
    Libros
    Equipo
 

Escríbanos

 


¿Cuál será el futuro
del cuerpo humano?
Homo homini res mutanda

FÉLIX DUQUE PAJUELO (España)

Es licenciado en Filosofía (1970) y Psicología (1971) por la Universidad Complutense de Madrid, y doctor por la misma universidad en 1974 con la tesis: “Experiencia y sistema. Una investigación sobre el ‘Opus postumum’ de Kant”.
Entre 1974 y 1982 ha impartido Antropología, Filosofía de la Naturaleza y Metafísica en las Universidades de Madrid (Complutense), Valencia y Madrid (Autónoma). Entre 1982 y 1988 ha sido Catedrático de Metafísica en la Universidad de Valencia. Durante ese período ha sido Gastprofessor en el Hegel-Archiv der Ruhr Universität Bochum entre los años 1983-1985 y 1987-1988. Desde 1988 es Catedrático de Filosofía (Historia de la Filosofía Moderna) en la Universidad Autónoma de Madrid. Su investigación se orientó primero hacia la antropología, la filosofía de la naturaleza y la hermenéutica.
En la actualidad investiga sobre las doctrinas del idealismo alemán y del romanticismo; sobre filosofía de la técnica y de la cultura, mito y religión, y también arte contemporáneo (postmodernismo).

 

 

 













Cuando han jugado a adivinar el futuro, resulta muy tranquilizante que ni la ciencia, ni la ficción literaria, ni el encuentro de ambas como “Ciencia ficción” hayan acertado por lo general a anticipar los grandes rasgos de la evolución actual de la cultura humana. Así, resulta bien significativo que en las imágenes ofrecidas por la cultura del espectáculo siempre aparezcan androides, mientras que las investigaciones actuales están orientadas a mejorar el cuerpo del hombre. Para entender este “retraso”, resulta interesante observar cómo cambian los miedos del hombre con la evolución tecnológica. En los años ochenta, los monstruos extraterrestres resultaban ser cyborgs munidos de alta tecnología (Depredator, 1987) o babeantes cucarachas que se engendraban (guiño feminista sarcástico) en el vientre de un varón (Alien, 1979). Pero la palma seguía llevándosela la larga progenie de cacharros antropomorfos, herederos del hombre de hojalata de El mago de Oz y, algo más atrás, de la inquietante máquina femenina de Metrópolis (1927-28). Baste recordar aquí Terminator, con sus distintas versiones, y Robocop (posiblemente, la mejor de todas ellas, gracias a su director: Paul Verhoeven). Sin embargo, en 1982 un terremoto conmocionó no solamente el mundo del cine, sino la cultura finisecular en general: Blade Runner presentaba, dentro de un universo cerrado, sucio y lluvioso (producto de la contaminación ambiental), “replicantes” que atacaban en el interior mismo del corazón el último reducto de lo específicamente humano: las emociones (incluyendo el sentimentalismo y la amistad) y la memoria. Desde ese momento, todos supimos que el “enemigo” estaba ya dentro, y que no podía ser diferenciado –como en el conductismo ingenuo- por su cuerpo, sus rasgos y su conducta. A partir de entonces, la pregunta crucial es más bien: ¿cuál es el criterio de demarcación de lo humano, si han dejado de serlo tanto el cuerpo como la psique? Yo sólo veo una posibilidad –latente por demás en el film de Scott-: “hombre” sería aquel ser capaz de solidarizarse, no con su grupo identitario (eso lo hacen desde las hormigas hasta los androides), sino justamente con lo ajeno a ese “hecho diferencial”: con lo otro, y con los otros. Ser capaz pues de “cuidar del Todo”, como exigió ya del hombre uno de los Siete Sabios de Grecia: Ferécides de Siro.


Obra parte de la muestra colectiva “Pensar Mirando”, expuesta en las sedes del SCIEF, San Juan, 2007. Pertenece a la Mg. Malena Peralta (técnica mixta: pintura y collage).

Ahora bien, esta definición de lo humano: el ser amante de extranjerías y de lejanías, el rompedor de todo nicho (empezando por el propio), parece justamente amenazada por la dirección que, según la opinión pública, está tomando la biogenética actual. Acentúo esa cautela: eso es lo que piensa mucha gente cuando se habla de cambio de órganos, de mejora de aspecto físico, de prolongación indeterminada de la vida (por montaje y desmontaje, cambio y recambio de piezas, como en un automóvil) y hasta de clonación. Sin embargo, ni es seguro que esa persistencia en la identidad adquirida (o mejorada y aumentada, pero siempre dentro del mismo patrón) pueda ser garantizada –o siquiera alentada- por la moderna genética, ni menos lo es que realmente pueda darse tal continuo vital. Todos sabemos por experiencia que la inserción de componentes en nuestro cuerpo, sean mecánicos, químicos o electrónicos, alteran la vida del paciente (no necesariamente para mal: suele darse el caso de que entonces comienzan a aparecer sensaciones vívidas e inéditas, respecto a los eventos más sencillos de la existencia).
En suma, no creo que en el futuro cambie en demasía el aspecto físico del hombre actual, ni tampoco su habitáculo o modos de vestir (pasaron las ensoñaciones de los años cincuenta en SF). Contra lo que los peligros de la radiación atómica o las tentaciones de la conquista del espacio hacían prever (a saber, cambios fundamentales en el organismo: cuerpos posthumanos, diríamos), fenómenos como la Realidad Virtual, la multimedialidad y las intervenciones genéticas permiten aventurar una conexión tendencialmente total de la mente humana con un entorno sígnicoaltamente tecnificado. Los cambios orgánicos que ello sin duda conllevará (el futuro del cuerpo) serán posiblemente más del tipo simulacral y, por tanto, paradójicamente conservador, en el sentido de que tanto las materias plásticas (una vez sustituida la peligrosa silicona en el caso de las mujeres) como los injertos y trasplantes convertirán al cuerpo humano en una suerte de Proteo (ese dios marino siempre cambiante, hasta el extremo de que ni él mismo sabía cuál podría ser su figura verdadera), mutando según los criterios de la moda... corporal, y no ya sólo del vestido. Ésta no es sino una débil extrapolación de lo que ya hoy está ocurriendo: tatuajes, cambios de pigmentación en la piel, cabellos rapados o metamorfoseados y teñidos de forma variopinta, piercing en zonas sensoriales y erógenas, por un lado (el lado euroamericano de los “hijos de la gran ciudad”), y por otro operaciones múltiples para cambiar incluso de... raza (como en esas japonesas que se hacen redondear las órbitas de los ojos, rellenar los senos o aumentar de estatura). El hombre camaleónico, para quien su cuerpo es una especie de paleta o de plano arquitectónico sobre el cual probar las más variadas figuras... a fin de adaptarse paradójicamente a algo que ya creíamos haber perdido para siempre: el canon occidental (griego, si se quiere) de la figura modélica del cuerpo humano (más bien anoréxico: el ideal del body-fitness). En definitiva: cambios superficiales ad libitum (nunca mejor dicho, puesto que se harán a flor de piel), para intentar diferenciarse individualmente de una conexión en profundidad y tendencialmente total con un entorno casi absolutamente tecnificado (hasta el extremo de la recreación tecnológica de la “naturaleza virgen”: selvas de plástico, al igual que ya hoy adornan por doquier nuestras ciudades ruinas de plástico).

Todo ello parece sin embargo chocar con una de las promesas más obstinadamente propaladas por parte de la tecnogenética actual: a saber la posibilidad de que el hombre demore su vida con posibles implantes o viva “indeterminadamente” gracias a ellos. Ahora bien, a mi parecer, una vida demorada indeterminadamente, sea por implantación de órganos o por intervenciones genéticas, sería seguramente insoportable... no sólo para el longevo, sino sobre todo para su familia. La perspectiva de una vida duradera reduciría drásticamente la tasa de nacimientos. Y ello sin contar la perspectiva de la clonación, en cuyo caso seguramente llegaríamos a una hegeliana “tediosa repetición de lo mismo”.

En todo caso, el punto no estriba en si eso va a ser mejor o peor para el hombre (para la familia, las relaciones sociales y hasta la estructura estatal, según la conocemos hoy). A mi particular entender, ello implicaría –si es que alguna vez sucede- una mutación radical en el ser humano, que hasta ahora ha sido y sigue siendo (lo quiera o no) un ser-que-está-a-la-muerte. Sin embargo, cuando llegue el momento de la fácil comercialización de trasplantes, bancos de esperma, intervenciones genéticas, etc., y una vez pasado el inevitable entusiasmo por esas nuevas posibilidades, ¿se lanzará la gente en masa a sufrir la “gran transformación”? Yo particularmente no lo creo, y no sólo por el coste de las intervenciones. Siempre habrá casos aislados, personas dispuestas a jugar a Dr. Jekyll y Mr. Hide con su propio cuerpo. Pero no creo que ni la ciencia ni las instituciones estatales (o supraestatales) fomenten una transformación masiva del cuerpo humano y de su longevidad. Además, y en el plano individual, ese “longevo sin fronteras” estaría siempre cada vez más pendiente de no ser afectado, herido, conmocionado de cualquier modo por el entorno, así que al final optaría por vivir como ya lo hiciera Howard Hughes. Y seguramente acabaría diciendo eso de Santa Teresa:”Vivo sin vivir en mí”. Pero no podría continuar: “Y tan alta vida espero, / que muero porque no muero”. Ya que él, en efecto, no morirá. Pero sí lo irá haciendo todo cuanto a él le importaba, salvo que se fabrique a su alrededor un minúsculo universo artificial: una vida de enlatado. Ante esta perspectiva, yo diría lo que Bartleby: I would prefer not to, “Preferiría no hacerlo”

arriba >>>

Copyright © 2004 Revista la U | Universidad Nacional de San Juan | Todos los derechos reservados | revista@unsj.edu.ar