El máximo problema de la educación latinoamericana

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“Plantear el problema es haberlo resuelto”, manifestaba Fernand Brunetiere en “Historie et Literature” (1884). A propósito, aseguraba Brunetiere: “Ni la palabra valdría la pena de ser hablada ni la instrucción de ser distribuida, si la palabra y la enseñanza no fueran legítimos instrumentos de dominación de las inteligencias y de las almas”.

Por Elio Noé Salcedo

Imagen de portada: www.lostiempos.com

Si como decía Brunetiere, las palabras y la enseñanza son “legítimos instrumentos de dominación de las inteligencias y de las almas”, por la misma razón, la palabra y la enseñanza son y/o deberían ser legítimos instrumentos de formación de las inteligencias y de las almas del pueblo y de los jóvenes para liberarse de esa dominación.

Pues bien, aunque uno de los grandes problemas de la educación argentina ha sido desde un principio la falta de una “rigurosa sujeción al principio de la unidad sistemática de la formación” (unidad espiritual de enseñanza primaria, secundaria y superior), como lo planteaba Saúl Taborda en sus Investigaciones Pedagógicas, fue Jorge Abelardo Ramos quien, a comienzos de la segunda mitad del siglo XX planteó el problema en sus precisos términos, según lo reconociera explícitamente Arturo Jauretche en “Los Profetas del Odio y la Yapa (La Colonización Pedagógica)” de 1957.

En efecto, en “Crisis y Resurrección de la Literatura Argentina” (1954), Ramos plantea el problema en estos términos: “En las naciones coloniales, despojadas de poder político directo y sometidas a la jurisdicción de las fuerzas de ocupación extranjeras (como fue el caso de la India hasta su Independencia del Imperio Británico en 1947 o de los países africanos hasta su Independencia nacional en la segunda mitad del siglo XX), los problemas de la penetración cultural –“dominación de las inteligencias y de las almas”- pueden revestir menor importancia para el imperialismo, puesto que sus privilegios económicos están asegurados por la persuasión de su artillería. La formación de una conciencia nacional en este tipo de países no encuentra obstáculos, sino que, por el contrario, es estimulada por la simple presencia de la potencia extranjera en el suelo natal”. En esos países, “en la medida que la “colonización pedagógica” no se ha realizado (según la feliz expresión de Spranger, un imperialista alemán), solo predomina en la colonia el interés económico fundado en la garantía de las armas”.

He allí la razón por la cual, en los países coloniales, el imperialismo no otorga mayor importancia a “la enseñanza y la palabra” como “instrumentos de dominación de las inteligencias y de las almas”. Por eso, la “autonomía espiritual” o “soberanía intelectual” de los pueblos dominados, al imperialismo colonial le resulta indiferente.

Pero, “en las semicolonias, que gozan de un “status” político independiente decorado por la ficción jurídica –revela Ramos-, aquella “colonización pedagógica” –la dominación cultural, espiritual o intelectual- se revela esencial, pues (el imperialismo) no dispone de otra fuerza para asegurar la perpetuación del dominio imperialista –y ya es sabido que las ideas, en cierto grado de su evolución, se truecan en fuerza material- De este hecho nace la tremenda importancia de un estudio circunstanciado del conjunto de la cultura argentina o seudoargentina (y latinoamericana), forjada por un siglo de dictadura espiritual oligárquica”.

Y no se crea ni por un momento –acordamos con Ramos-, que desorbitamos un problema, nada más ni nada menos que el “problema más grande y difícil que pueda ser propuesto al hombre” (Kant), en aras de exigencias políticas.

Por el contrario, “la cuestión está planteada en los hechos mismos, en la europeización o extranjerización y alienación escandalosa de nuestra cultura; trasciende a todos los dominios del pensamiento y su expansión es tan general, que rechaza la idea de una tendencia efímera”.

El deber del intelectual en América Latina

En un artículo publicado en el diario “La Opinión” en 1974, el historiador, pensador y político se preguntaba: ¿Los intelectuales tienen deberes especiales hacia América latina que exceden la fidelidad específica a su vocación? ¿Hay deberes revolucionarios para el intelectual de América latina?”.

A renglón seguido, Ramos se respondía: “La tradición intelectual de la Rusia zarista atribuía a la “intelligentsia” ciertas obligaciones morales. La revolución latinoamericana de nuestro siglo también le impone, de algún modo, algunas determinaciones hacia el drama colectivo”.

¿En qué fundamentaba el pensador su tesis?

“Es fácil comprender –argumentaba- que la ideología implícita de la “intelligentsia” formada en la sociedad semicolonial ha sido siempre la expresión del conformismo espiritual y de sus valores establecidos. Los rebeldes han sido excluidos de ella… La gran mayoría ha podido sobrevivir en los cargos públicos, la enseñanza, el desierto sepia de los suplementos dominicales en los grandes diarios, y, los más privilegiados, hasta en los escalones inferiores de la diplomacia”.

¿Cuáles son históricamente los valores en los que se ha formado esa sociedad?, se preguntaba el escritor. Y respondía: “Una desproporcionada devoción por la cultura europea; propensión al culto de la forma y al bizantinismo literario; exagerada y a veces aberrante obsesión por el lenguaje y sus mecanismos y un no disimulado desprecio por cuanto el lenguaje debe expresar; defensa del intelectual como casta sacerdotal intangible; una oculta pero férrea adhesión al democratismo formal de los partidos pequeños burgueses, partidarios del “status quo”. Y más allá, en el fondo, bien en el fondo, una cobardía extrema hacia la sociedad que los obliga a ser así. Cuanto digo rige genéricamente para la “intelligentsia”, sea de izquierda o de derecha. Hay excepciones en ambos casos” Por eso, “se experimenta cierto alivio moral cuando no hay hipocresía sino sinceridad total en una confesión, por dura que sea”.

Por el contrario, profundizaba, “el malestar moral proviene de la simulación política de ciertos intelectuales, producto de la fragilidad de una sociedad atrasada que impone una verdadera incertidumbre al destino de las clases medias. De ahí las vacilaciones del intelectual, que jamás otorga crédito a la lucha revolucionaria, salvo cuando ésta se ha transmutado en la conquista del Estado”. Del mismo modo, “hay intelectuales a los cuales les gustan los negros de Cuba, pero que detestan los negros de la Argentina. Son revolucionarios en la Isla, pero cipayos en su propio país”.

Dado que “el intelectual latinoamericano ya ha sufrido todas las influencias posibles –advertía finalmente Ramos-, “ahora le corresponde dejarse influir por América latina, que tiene mucho que enseñar a todo aquel que quiera oír”.

Por eso, concluía, a tono con el Inca Garcilaso, padre de una gran obra e hijo de su tiempo: “Si hay un deber para el intelectual de la América Latina de hoy, consiste en esforzarse por recrear la cultura satélite y en buscar por sus propios medios el rostro y el alma de la Nación despedazada”. Reencontrarnos con nuestro destino “exige saber quiénes somos”.

Podríamos concluir con razón y con dolor -volviendo al imperialista francés Brunetiere- que nuestras inteligencias y nuestras almas han sido dominadas al máximo nivel de la palabra y la enseñanza por el espejismo del “internacionalismo” y la “globalización”, a contramano del espíritu nacional y latinoamericano de la Reforma Universitaria de 1918, todavía desconocida, inconclusa y pendiente de realización.

Así lo admitía Saúl Taborda, impulsor y uno de los ideólogos principales de la Reforma, veinte años después de la rebelión reformista, quien describía a la reforma alcanzada “como un perfeccionamiento técnico y metodológico anexo a una revisión de estatutos y reglamentos” -aspectos específicamente académicos y organizativos-, cuando “para la pedagogía lo esencial es la consideración de contenidos”. He allí una de las causas –la falta de contenidos acordes a nuestro espíritu nacional latinoamericano– del retraso y/o parálisis de la educación latinoamericana en lo que concierne al “ideal pedagógico” de un “nuevo orden educativo” que nos represente, nos exprese y nos con-duzca (e-ducare) a una verdadera realización como personas, como pueblo y como Nación.