El nacimiento de San Juan de la Frontera

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Al cumplirse esta semana 460 años de la fundación de San Juan, ponemos a consideración de los lectores la crónica de ese suceso, sus causas históricas y sus consecuencias culturales, de acuerdo a la visión particular del autor, integrante del staff de Revista la U.

Por Elio Noé Salcedo

Imagen de portada: weekend.perfil.com

   San Juan de la Frontera nació como tal el 13 de junio de 1562, fundada por el capitán general Juan Jufré de Loaysa y Montesa. Era la tercera ciudad fundada por los españoles en lo que hoy es la Argentina, después de Santiago del Estero -madre de ciudades- (1553) y de la vecina ciudad de Mendoza (1561), veinte años antes de la fundación de Buenos Aires.

La fundación de las ciudades cuyanas fue parte de un plan de los conquistadores españoles residentes en Chile, tendiente a unificar en una misma soberanía las tierras comprendidas entre el Océano Pacífico (Mar del Sur) y Océano Atlántico (Mar del Norte), a lo largo y a lo ancho de esta parte del territorio americano. La región de Cuyo -territorio no explorado hasta entonces por los españoles, que abarcaba en ese momento desde una línea imaginaria entre La Rioja y Copiapó hasta el Estrecho de Magallanes- quedó incluida dentro de la gobernación de Nueva Extremadura (Chile), a partir del 11 de julio de 1541.

Dicha gobernación, luego conocida sucesivamente como Reino, Gobernación y Capitanía General de Chile, dependió en un principio del súper Virreinato del Perú, fundado en 1542. El otro virreinato era el de Nueva España (México y América Central), creado en 1535. Del Virreinato del Perú dependían jurisdiccionalmente, menos Brasil, todos los territorios de lo que son hoy las repúblicas de Ecuador, Colombia, Panamá, Venezuela, Guyana inglesa y Guyana francesa, Surinam, la misma Perú, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Chile y Argentina.

En la frontera Este del Reino de Chile, San Juan nacía indisolublemente ligado al destino de Hispanoamérica: “Y en la América recién descubierta, Cuyo sumido aún en su letargo indiano -frasea el historiador Videla-, nacía hermanado bajo un mismo cetro a remotas comarcas de nutrida historia y abolengo”. Y, sin acentos de altisonantes localismos que no podían surgir en dependencias de una misma corona -completa el historiador- los conquistadores de Chile “alcanzaron a entrever… la Patria Grande”.

A partir del descubrimiento del país de Cuyo por parte de Francisco de Villagra en 1551, los conquistadores de Chile intentaron extender sus dominios hacia el Este con el propósito de unificar territorios para su mejor defensa y buscar una salida al Atlántico para acortar el camino a España, objetivo al que se ligó la fundación de las ciudades cuyanas.

La región de Cuyo se convirtió a partir de la fundación de Mendoza, San Juan y San Luis en una de las once provincias o corregimientos en que se dividiera la Capitanía General de Chile como parte constitutiva -aunque relativamente autónoma- del Virreinato del Perú.

La fundación de San Juan trajo consigo el nacimiento de la descendencia sanjuanina -ya ni huarpe ni hispana sino mezclada y enriquecida tanto en sus genes como en su cultura- fruto de la relación matrimonial entre el capitán español Eugenio de Mallea, segundo al mando del contingente de la treintena de conquistadores-fundadores de 1562, y la hija del Huarpe Angaco (según algunos historiadores, Cacique del pueblo Huarpe desde Jáchal al valle del Tulum).

Al año siguiente de la fundación de Juan Jufré, el 20 de mayo de 1563, la hija del prominente Huarpe fue bautizada con el nombre de Teresa Ascensio (en el Día de la Ascensión), y antes de 1570, a menos de ocho años del acto fundacional, Teresa se había casado con el capitán Mallea.

La unión de la doncella huarpe y el hidalgo español traería consecuencias “irreparables”, y la historia ya no podría volver atrás -ni la historia ni los genes ni nuestra cultura, ya fusionada o mestiza-, porque el español Mallea y la huarpe Ascensio tendrían seis hijos, cuyos hijos e hijos de sus hijos al nacer, serían igualmente originarios de esta tierra y arraigarían en ella para siempre.

De esas dos herencias o legados –de nuestros antepasados huarpes y de nuestros antepasados españoles- deriva nuestra estirpe sanjuanina, conformando nuestro antecedente germinal directo más lejano. A partir del nacimiento de los hijos de Mallea y Ascensio (Asensio o Asencio), no seríamos más españoles ni huarpes sino indo-ibero-americanos, es decir sencillamente latinoamericanos, palabra que resume por estos días nuestra identidad y macro nacionalidad.

Nuestros abu – orígenes (abuelos o antepasados) más cercanos serían el fruto de la fusión de lo hispánico y de lo autóctono, constituyendo así, desde hace ya más de cuatro siglos, una nueva raza: “la quinta raza o raza cósmica”, como la calificara el mexicano José Vasconcelos, “fruto de las anteriores y superación de todo lo pasado”.

De nuestro padre español nos viene el nombre de América y la lengua castellana, mestizada con vocablos de las lenguas antiguas (allentiac y quichua) que la precedieron. De nuestra madre huarpe heredamos el territorio en el que nacimos, nos criamos, nos mezclamos y nos multiplicamos. De ambos, nuestros genes, nuestra sangre, nuestra cultura, y una rica y larga historia de más de 500 años que reivindicar como genuinamente nuestra, con nuestro pasado de pueblo conquistado, aunque también de pueblo mestizado, que supo liberarse de las cadenas que lo mantuvieron sujeto a sus conquistadores por 300 años, que lleva doscientos años de independencia política de España, aunque también de sujeción económica y cultural a los nuevos imperios que surgieron a lo largo de nuestra vida histórica, condición que demanda una segunda y definitiva Independencia.

Debido a nuestra cultura mestiza, los sanjuaninos tenemos una tonada (llantito), una forma de hablar (anteponer la o el a los nombres personales) y de pronunciar las palabras (arrastramos la “R”), ora por herencia de las lenguas huarpe y quichua; ora por los vocablos provenientes de Chile y su forma de hablar, incluso antes de los españoles, a partir del intercambio permanente por más de dos siglos; ora por evolución natural de nuestra cultura mestiza y lengua castellana, que además nos une –nos hace uno- a nuestros hermanos latinoamericanos.