Tradiciones y revoluciones sanjuaninas

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La ciencia del pensar nunca pierde actualidad, o, dicho de otro modo, tiene vigencia milenaria, tanto como los temas que se permite abordar. Así parecía entenderlo nuestro comprovinciano Octavio Gil, quien en su libro “Tradiciones Sanjuaninas” incursiona en el análisis de un vocablo del que siempre se apropiaron paradójicamente los vanguardistas.

Por Elio Noé Salcedo

“Para la ciencia política -escribe Octavio Gil en el capítulo “Las Revoluciones” de su libro “Tradiciones Sanjuaninas” (1948)-, el vocablo revolución significa el cambio radical y repentino de las instituciones fundamentales del Estado o de la sociedad, que se produce por el pueblo, valiéndose de la fuerza”.

Dicha definición, podría ser incorporada sin problemas a las definiciones académicas que existen sobre el asunto, sobre todo, por un detalle de no menor importancia, tratándose, como se trata, de nuestras propias revoluciones y no la de otras latitudes. Una definición enunciada por un autor nativo y comprovinciano, para más decir, no es poco, en un mundo libresco y cultural ganado por el pensamiento “global” y/o “globalizado”, o sea impropio, nada original, despersonalizado y despersonalizante.

En la definición de nuestro comprovinciano, no cualquier cambio radical y repentino de las instituciones fundamentales del Estado o de la sociedad, aunque se valga de la fuerza, configura una revolución sino solo aquella que “se produce por el pueblo”. Vale la pena reflexionar sobre esta aseveración, cuando se trata de caracterizar o clasificar hechos históricos, o de crear categorías históricas. ¿Por qué no crearlas, en vez de repetirlas alegremente o de usarlas sin adaptación a nuestro medio y/o realidad? Y eso, solo con el fin -científico, si se quiere- de que nos sirvan para entender un poco más nuestra propia historia y realidad. Solo comprendiéndola se puede mejorar la realidad.

El mismísimo general San Martín, que coincidía en 1830 con su amigo Vicente López y Planes sobre las características concretas de la revolución y la contrarrevolución en nuestra América -dados los dos bandos en pugna que ya por entonces existían y a la realidad conflictiva imperante-, entendía con superlativa profundidad que, “a menos que haciendo un camino a su constitución ponga ésta en armonía con las necesidades de los pueblos”, ello era suficiente razón “por lo cual se halla la revolución en permanencia”.

A propósito, en el capítulo sobre “Las Revoluciones” -aunque a un nivel más especulativo que el de San Martín y el autor de nuestro Himno Nacional-, después de aclarar y/o advertir que “de consiguiente, la revolución supone un movimiento anormal y convulsivo, un espasmo social, que de momento entraña una negación formidable, aunque luego se dedique especialmente a una labor constructiva precisa”, Octavio Gil nos confirma que las revoluciones “propiamente dichas” son las “de abajo”, aunque también las haya “desde arriba”, provocadas con el propósito “de un cambio fundamental de régimen”.

Llegado a este punto, y siguiendo la lógica de la definición aportada -siempre en ese plano especulativo que plantea Gil-, podríamos sacar dos conclusiones: 1) aquellas que no producen un cambio fundamental de régimen y, por el contrario, afirman el régimen tradicional (revoluciones conservadoras), no deberían denominarse “revoluciones”, y 2) para que una “revolución de arriba” tenga legitimidad definitiva y se ajuste a la definición original, debería responder a “los de abajo”, logrado lo cual no habría más razones para reivindicar y producir revoluciones por un largo tiempo, siempre y cuando las realidades logradas se mantengan vigentes. La revolución burguesa en los países centrales, al menos hasta no hace mucho, era un ejemplo palpable de ello. De lo contrario, podríamos estar en presencia de una contrarrevolución… aunque parezca cualquier otra cosa.

El dorado carro de Helios y el viento zonda
A propósito de la cantidad de “revoluciones” que ha habido en San Juan a lo largo de su historia (no todas sujetas a la definición consignada), el escritor mencionado da cuenta de la teoría heliofísica, preconizada en su época por don Martín Gil, para quien las revoluciones eran, en definitiva, “la resultante de la gravitación que ejercen sobre todos los elementos de nuestro planeta, las manchas que periódicamente aparecen sobre el disco del sol”, por lo que hasta las revoluciones “se encuentran atadas al dorado carro de Helios”. Como vemos, en cuanto a teorías políticas, el sol calienta a propios y extraños.

Siguiendo la línea vernácula, Octavio Gil refiere también las investigaciones del doctor Nerio Rojas, distinguido médico argentino (y verdadero precursor de la enseñanza transdisciplinaria), persona aplicada a la observación del medio ambiente sanjuanino, quien, en sus clases de medicina en la Facultad de Buenos Aires, y siguiendo la línea de la geo-psique, rama de la geo-política que se dedica al estudio de la acción que ejerce el medio atmosférico sobre la vida psíquica de los sujetos y, por ende, de las multitudes consideradas como organismos vivos, atribuía “el crecido número de revoluciones que registra la historia de San Juan –“campeona en revoluciones”- a la influencia enervante y congestiva del viento zonda”. Para su comprobación, el doctor Rojas recurría a la comparación estadística entre el período de mayor frecuencia del característico viento de la quebrada “con la época del año en que han estallado las principales revoluciones en esta región andina”.

Lo bueno de esto es que, por fin, más allá de la falta de autosostenibilidad de sus paradigmas, tanto la teoría heliofísica como la teoría climatológica, aunque bastante antiguas, se encarnan en autores nativos, lo que nos permite descansar de otras teorías que, precisamente por ser de autores foráneos y referirse a realidades distantes y distintas a las nuestras, son, desde el vamos, impertinentes para su aplicación en nuestro suelo, más allá de la aureola -no precisamente solar- con que vienen precedidas y con la que son coronadas por nuestros repetidores seriales y difusores librescos a diestra y siniestra.

Pues bien, más allá de la imposibilidad de explicar un hecho histórico por la astronomía o el clima, estamos convencidos de que, tanto el notable texto del escritor Octavio Gil como las teorías de Martín Gil y del doctor Nerio Rojas -estas dos últimas bastante disparatadas, por cierto-, corren con ventaja sobre las teorías foráneas que se enseñan o se transmiten en nuestro medio, sobre todo porque, más allá de su exactitud o inexactitud, siempre sujeta a comprobación, las primeras parten metódicamente de nuestra propia realidad: materia prima y presupuesto de toda ciencia; y las “otras” responden a realidades tan lejanas como la política y la historia de la física y de la climatología. Con relación a esto último, en el caso de la historia y la política, las revoluciones resultan, a partir de múltiples factores sociales, cuestión de tiempo…; en cambio, en el caso de la teoría climatológica, todo depende del tiempo… que solo pone en movimiento la historia si el zonda o el sol calientan. No parece ser ésta la razón de nuestras revoluciones y contrarrevoluciones.