“Una provincia ignorante y atrasada”

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Sarmiento no es solo un escritor, periodista, educador o ex presidente de la República sino también un símbolo y paradigma de la cultura argentina. Como tal, ante la importancia que tiene su pensamiento y su figura en nuestra sociedad, este ensayo analiza una de sus afirmaciones más rotundas, que requiere ser dilucidada para entender nuestro pasado tanto como sus consecuencias en el presente.

 

 

Por Elio Noé Salcedo*

En Mi Defensa (1843), dada la polémica con Domingo S. Godoy en Chile, Domingo Faustino Sarmiento escribía: “He nacido en una provincia ignorante y atrasada… He nacido en una familia que ha vivido muchos años en una mediocridad muy vecina a la indigencia y hasta hoy es pobre en toda la extensión de la palabra” (1).

Cabe preguntarse, si estas palabras ¿eran el fruto de una lamentable realidad, que incluía a su provincia y a su familia por igual; se trataba de una exageración del escritor; o, tal vez, su naturaleza impetuosa y precipitada –y la orientación de sus lecturas (2)- lo hacía confundir el efecto con las causas de los hechos?

¿Era San Juan en 1811 –año del nacimiento de Sarmiento-, o en 1843 -año en que Sarmiento escribía esas palabras-, una provincia ignorante y atrasada? ¿Era su familia mediocre, muy vecina a la indigencia y pobre en toda la extensión de la palabra? ¿Era ésa la causa de nuestro drama provinciano? O por el contrario, ¿resultaba el efecto de la situación de atraso a la que habían sido condenadas las provincias argentinas? Resulta necesario responder a esas preguntas para, en definitiva, conocer y entender nuestro pasado, pues como bien decía el Dr. Manuel Belgrano, “el estudio de lo pasado enseña cómo debe manejarse el hombre en lo presente y porvenir” (3).

 

El atraso del Interior

Es curioso y paradójico, pero antes de la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, que erigiría a Buenos Aires como su capital, las zonas más desarrolladas en lo que hoy es la Argentina eran, paradójicamente, las del Noroeste, con cabecera en Santiago del Estero –primera ciudad argentina y madre de ciudades-, y la zona de Cuyo, ligada por estrechos lazos históricos culturales y comerciales a la Capitanía de Chile y al interior sudamericano. San Juan ya era una ciudad constituida cuando Buenos Aires era apenas un potrero, incendiada por los indios pampas, no dominados aún por el conquistador, y Córdoba todavía esperaba la fundación de Jerónimo Luis de Cabrera (4).

La civilización palpitaba en las entrañas de Hispanoamérica mucho antes de que Buenos Aires dirigiera los destinos de esta parte del Nuevo Mundo, pero a partir de entonces crecería rápida y desmesuradamente en comparación con las demás provincias interiores, absorbiendo para sí las ganancias del puerto y de la aduana.

La creación del Virreinato del Río de la Plata vino a romper el equilibrio político alcanzado hasta entones, producto de la no preponderancia en especial de una zona sobre otra. Por el contrario, la fundación del nuevo virreinato y las medidas económicas adoptadas por el rey Borbón favorecerían a  los intereses de los antiguos y experimentados contrabandistas ingleses, al debilitar sobremanera la economía americana, hasta el día anterior protegida por el sistema monopólico de los Austria.

Además del traspaso virreinal, que ya de por sí era desequilibrante, la promulgación del Reglamento de Comercio Libre de 1778 por parte de Carlos III vino a romper definidamente el equilibrio económico y comercial alcanzado.

El nuevo Reglamento terminaría por favorecer en última instancia a los comerciantes porteños (exportadores-importadores), más amigos de los contrabandistas ingleses que de los industriosos cuyanos, norteños, altoperuanos, orientales o paraguayos. No hay  duda de que a la burguesía comercial de Buenos Aires le importaba más el mercado externo y sus ganancias que el mercado interior y el bien común. “Todo esto que significó la ruina del comercio monopolista de Lima –confirma Videla- deparó la vida y la opulencia de Buenos Aires” (5).

Según un observador de la época, “a cinco años del célebre Reglamento no hay uno que no se asombre de la transformación de Buenos Aires así de repente”. En definitiva, el Reglamento de Comercio Libre de 1778, que ponía fin al sistema monopólico anterior,   abandonó a las industrias del interior a la competencia ruinosa del comercio de ultramar” (6).

Coincidimos con Videla: “La recesión industrial de los últimos años hispanos no reconoce su origen en la política restrictiva del sistema monopólico; por el contrario, fue el resultado de la posición adoptada por el citado Reglamento con su libertad económica sin defensa ni presupuestos previos” (7), muy parecido a los planes neoliberales que hoy recorren América Latina.

 

Un largo camino a casa

A partir de 1776, obligadamente, los cuyanos dieron frente a la pampa contra sus propios intereses, para ponerse a las órdenes de su nueva metrópolis, “de acuerdo a los términos de la cédula ereccional”. Pero si en los papeles resultaba fácil trasladar a Cuyo de jurisdicción, la travesía a Buenos Aires, por un extenso territorio a paso de buey,  resultaría más difícil de cruzar que la cordillera de los Andes para llegar a Santiago, a Valparaíso o a La Serena, a menor distancia que el Río de la Plata. ¿Sería  por eso que Sarmiento escribiría años después: “El mal que aqueja a la Argentina es la extensión”? ¿O respondía sencillamente a la concepción de Patria Chica de la oligarquía argentina con quien Sarmiento coincidía por entonces?

No obstante, el largo camino del comercio español por el Puerto de Lima y las excepcionales importaciones desde la península en épocas del monopolio español, había deparado en cierta manera la autonomía industrial a todo el territorio hispanoamericano, constituyendo una suerte de barrera aduanera para los productos de afuera y de protección consiguiente para las producciones locales.

Pero el sistema de libre comercio inaugurado por el famoso Reglamento, “hizo ciertamente la prosperidad de Buenos Aires y alivió económicamente a España, aunque para el interior del virreinato significó la ruina de sus industrias y comercios, al no poder competir con la mayor baratura de los fletes marítimos, con la producción similar procedente de España” (8) y de otras naciones. Ni qué hablar de los productos del contrabando que inundaban cada vez con más fuerza las costas porteñas y de cuyas olas no podría sustraerse tampoco el interior provinciano. De allí su lucha contra “Buenos Aires” en el siglo XIX.

La producción vitivinícola de Mendoza y San Juan, que según Ricardo Levene llegó a abastecer el consumo interior del virreinato, desde 1778 decaería notablemente a causa de la competencia de los productos similares foráneos, sin ninguna otra providencia de la Corona para conservar las industrias existentes en una parte de sus dominios sin tener que perjudicar a otra. Lo cierto es que, en San Juan, la vitivinicultura acusaba en 1810-1811 (año del nacimiento de Sarmiento) una aguda crisis desencadenada como resultado del comercio libre. Ni qué hablar de las otras industrias menos importantes.

Con gran percepción del asunto de que se trata, en su Historia de San Juan, el doctor Horacio Videla señala: “En los periodos de guerras, como la sostenida (por España) con Inglaterra entre 1796 y 1802, ese comercio marítimo se interrumpía y el comercio cuyano se recobraba” (9). La primera y segunda guerras mundiales confirmarían esta hipótesis: serían las épocas de trabajo, alto consumo y buenos salarios, la de los máximos líderes populares del siglo XX: el doctor Yrigoyen y el general Perón.

En 1778 los sanjuaninos vendían en Buenos Aires a 36 pesos el barril de vino, de lo que había que deducir de 14 a 16 pesos el flete. Pero “ya en marcha la ruinosa competencia del comercio libre, los vinos cuyanos se vendieron en 1803 en Buenos Aires, según un informe del diputado de comercio sanjuanino, cuanto más a 10 pesos el barril y esto, dando además el casco” (10). El 18 de abril de 1806, el diputado de Comercio sanjuanino denunciaba en el Consulado de Buenos Aires “la grave crisis acarreada al comercio cuyano por la libertad de mercar” (11). Años más tardes, aunque sin conocer las causas, Sarmiento se quejaría amargamente en “Mi Defensa”: “He nacido en una provincia ignorante y atrasada…”.

En su autobiografía, al recordar su paso por el Consulado de Buenos Aires (1894 – 1810), el Dr. Manuel Belgrano escribía: “Conocí que nada se haría a favor de las provincias por unos hombres que por sus intereses particulares posponían el común” (12). En tanto, en sus Escritos Económicos reflexionaba: “Es verdad que la natural libertad del hombre le da derecho a emprender el método de vida que más acomode a su genio, pero no le da para envolver en sus ruinas a quienes se fíen de él… Así es que a la malicia e imprudencia se ha intentado atajos para que el alma del comercio, su espíritu vivificante, la buena fe, se conserve como el punto de apoyo del giro, y no lleve tras su ruina a todos los ramos de la riqueza pública… Las restricciones que el interés público trae al comercio no pueden llamarse dañosas. Esta libertad tan continuamente citada y tan raramente entendida, consiste sólo en hacer fácilmente el comercio que permita el interés general de la sociedad bien entendida. Lo demás es una licencia destructiva del mismo comercio” (13).

 

El abuelo porteño de la corrupción…

Como han señalado distintos historiadores y, tal como consigna Félix Luna en “Buenos Aires y el país”, algo ha funcionado mal en la historia argentina “desde que la prosperidad de Buenos Aires ha significado la decadencia del interior y viceversa” (14). Pero, volvamos un poco atrás para encontrar la punta del ovillo.

El sector dirigente de Buenos Aires –apunta Félix Luna en el libro citado, se formó “sobre bases que ignoraban las pautas sociales prevalecientes en el interior del Virreinato… Bolicheros, y contrabandistas aparecen en el primer ramaje de cualquier árbol genealógico… en perfecta afinidad con la actitud libre y suelta del poblador rural”, que a fines del siglo XVIII había producido una depredación irracional de recursos a través de “las vaquerías”, aparejando una alarmante disminución del ganado vacuno” (15). De acuerdo al historiador, “este ejercicio dilapidador dejó su sello en los ancestros porteños” (16). Dilapidación, improductividad y desinversión terminarían emparentándose también alguna vez. Pero, claro, Buenos Aires no tendría una fácil niñez, cuando ya el Noroeste y Cuyo eran mozas en edad de merecer.

Dada la pobreza existente, dice Luna, “los habitantes de Buenos Aires vivieron sus primeras décadas mirando hacia el río, como náufragos, esperando que de allí llegara la salvación” (17). Esa actitud marcó su personalidad para siempre.

Una situación fortuita –la anexión de Portugal a la Corona española- le permitió a Buenos Aires establecer vinculaciones comerciales con Brasil y así no perecer de necesidad. Pero el peligro de verla convertida en “una ciudad portuguesa”, produjo la Real Cédula de 1595, que prohibió la introducción de mercaderías procedentes de las colonias portuguesas.

En esas circunstancias, para sostenerse, sin otra riqueza que el ganado salvaje y las tierras incultas, “entonces Buenos Aires empieza a ejercer un contrabando casi institucionalizado”. El resultado fue “la instalación de una mafia de contrabandistas que sobreviviría lucrando con el tráfico ilegal”. Así y todo, “Buenos Aires seguía siendo pobrísima, pero algunos pocos vecinos vivían suntuosamente, hacían alarde de sus concubinas, organizaban formidables timbas y coimeaban prolijamente a los funcionarios” (18), más fieles a sus bolsillos que al Rey. De esa prosapia desciende “la pandilla del barranco”, nombre con el que el historiador Jorge Abelardo Ramos designara a las primeras familias oligárquicas de la Argentina (19).

Fiel a su personalidad improductiva y “parasitaria” con la que la naturaleza la castigaría y la premiaría a la vez, “Buenos Aires sobrevivió pues, en el primer siglo de su vida, gracias a una burla permanente a la ley: No hay cosa en aquel puerto tan deseada –decía el ex gobernador Dávila en 1638- como quebrantar las órdenes y cédulas reales”. Era, según Luna, una forma de cumplirel destino intermediador de la ciudad de Garay, imposible de realizar mediante vías legales” (20). Rivadavia y Mitre, y en alguna medida también Rosas –bonaerense al fin- retendrían mientras gobernaran los beneficios del Puerto y de la Aduana para sí.

Hay un perfil del Buenos Aires actual –concluye Luna- “que se recorta en el oportunismo, el dinero fácil, la violación de la ley sin sanciones judiciales ni morales. Probablemente ese perfil empezó a esbozarse en la más rancia tradición porteña: al menos es de suponerlo dado su persistencia en otras épocas” (21). La realidad presente nos exime de mayores comentarios.

Si Buenos Aires se había criado –según el santiagueño Ricardo Rojas- en una “pacífica esclavitud a lo extranjero”, no era de extrañar esa “superstición por los nombres exóticos” que caracterizaría a Borges y a su generación, haciéndoles sentir, como los denunciaba Arturo Jauretche, “exiliados en su propia patria”.

Por otro lado, si la vigencia del célebre Reglamento de Comercio Libre de 1778 “significó la ruina del comercio monopolista de Lima” y la destrucción de las economías regionales del Interior, por el contrario legalizó el modelo exportador-importador (exportador de materias primas, fundamentalmente vacunas y granos, e importador de manufacturas extranjeras que el país podía producir) a espaldas de las demás provincias, y “deparó la vida y la opulencia de Buenos Aires”, como bien apunta el historiador Videla.

Ese fue uno de los momentos más brillantes de Buenos Aires”, que desde entonces, y sin solución de continuidad –salvo breves períodos-, asumiría su papel histórico de “puerta de la tierra”, haciendo padecer a sus hermanas menores cada vez que esa puerta se abría demasiado, para solamente ella disfrutar de los buenos aires importados que le llegaban de ultramar y que paradójicamente ahogaban hasta la asfixia a sus hermanas del Plata, desterradas en su propia tierra.

 

Una provincia que está sola y espera…

Pocos años después de 1843 –apenas siete años antes de la muerte en el exilio del general San Martín-, ya no quedaban rastros de la Patria Grande; Cuyo había dejado de ser una provincia; y por su territorio ya había pasado la peste del Reglamento de Comercio Libre de 1778 y años subsiguientes. Consecuentemente, San Juan vivía en su soledad y aislamiento después de la declaración de autonomía y el destierro de De la Roza en 1820. Y la Argentina, a menos de cuarenta años de la Revolución de Mayo, todavía luchaba encarnizadamente por organizarse como un país soberano, organización que le fuera negada a las provincias y al país… por “Buenos Aires”, hasta 1880.

No podríamos desconocer tampoco que, tanto la expulsión de los Jesuitas en 1767, en lo que se refiere a educación y progreso, cuanto a la expulsión de De la Roza de San Juan, habían significado para San Juan el abandono de dos grandes obras civilizadoras.

Ciertamente, un factor declaradamente negativo en cuanto a la grave situación heredada de la época colonial por los sanjuaninos, apunta Videla, “debe rastrearse cuarenta años atrás de 1810 en la expulsión de la Compañía de Jesús… causa espiritual y material de repercusión mediata pero sostenida esta última: … bibliotecas, arquitecturas, pinturas, imaginería, oratoria sagrada y profana, maestros, directores espirituales y confesores, consejeros ilustrados y de largas vistas que asesoraban a gobernantes, todo se desmoronaría en la comarca o se extinguió lentamente por el impacto frontal del extrañamiento de los hijos de Loyola”, cerrando las únicas aulas existentes y el Colegio y “quedando la población sin Escuela” (22).

En cuanto a la expulsión de los Jesuitas, la consecuente devastación cultural tendría mayor repercusión que en otras ciudades, dice Videla, precisamente por ser San Juan “medio reducido y con menos reservas para suplir la pérdida, o para la propia reacción salvadora” (23).

Una vez “desaparecidos los hijos de Loyola, únicos que en toda la Comandancia de armas sanjuanina sostenían desde 1655 escuela de primeras letras y colegio para la población general, la enseñanza se sumió en un marasmo”. Tan fue así que, en 1809, “la principal escuela de San Juan contaba, en síntesis, de dos piezas; una con puertas, sin cerraduras, y unas cuantas tablas e implementos viejos, casi inútiles. Ni en su mayor estrechez fueron esas las condiciones del establecimiento atendido cuarenta años atrás por los Jesuitas, cuya labor docente exhibió el sello de la pulcritud hasta en los mínimos detalles. Un inventario de 1789, o sea a veintidós años de aquel extrañamiento, incluyó escritorios, mesas, tablones y estantes de libros” (24).

En lo que atañe a la enseñanza superior, desaparecida la cátedra de Filosofía que funcionó en Mendoza hasta 1767, los cuyanos con recursos concurrirían a seguir sus estudios a la Universidad de San Felipe, en Chile, o a la de San Carlos, en Córdoba. Pero, rotos los lazos anteriores con la región trasandina, principal foco de irradiación cultural hasta entonces, la enseñanza superior no evolucionó en sentido favorable, de tal modo, que “en la misma Córdoba, la cátedra Instituta de Leyes y la nueva orientación del Deán Gregorio Funes no pasó de un loable intento, postergando todo por los acontecimientos inmediatos” (25). Otro tanto ocurriría por la expulsión del Promotor del Progreso Sanjuanino.

 

La obra civilizadora de De la Roza

El título de “Promotor del Progreso Sanjuanino” no era en vano. José Ignacio De la Roza había sido el fundador de la “Escuela de la Patria”, donde Sarmiento y los niños de su generación habían aprendido a leer y escribir, y que sería, según el educador, “la única instrucción sólida que se ha dado entre nosotros en escuela primarias”, y cuyos pedagogos son “dignos por su instrucción y moralidad de ser maestros en Prusia”, que es “el pináculo de la humilde profesión de maestro” (26).

Efectivamente, el gobernador depuesto en 1820 (nueve años después de nacer Sarmiento) había desarrollado en el marco de una política de Estado moderna, integral y visionaria: la enseñanza primaria, femenina y superior; la salud pública; la planificación urbana (enmarcado, embellecimiento y forestación del casco urbano); el primer cementerio sanjuanino; la primera casa de encausadas; las comunicaciones: postas de correo y caminos al interior; obras hidráulicas y de regadío artificial, a las que Caucete y Pocito deben su existencia; la promoción de la tierra fiscal con criterio social; el comercio con Chile; la rebaja de gravámenes a la producción local; pero también, la interdicción de productos exportables por las acuciantes necesidades de consumo interno; aparte de su política minera movilizadora de recursos e inversiones locales, precursora de una política de desarrollo productivo provincial y nacional. No era poco, menos para la época.

Sería otro intelectual provinciano –después de abandonar la ficción de “Las Bases”- quien tomaría la posta de los intereses argentinos y del interior para señalar y descubrir cuál era la razón de la civilización de Buenos Aires por un lado, y de la barbarie, atraso, ignorancia y pobreza provinciana denunciada por Sarmiento, por el otro.

La superioridad, el ascendiente de Buenos Aires –argumentaba el tucumano Juan Bautista Alberdi- no está en su civilización sino en la simple posesión material de 6 millones de pesos anuales pertenecientes a todos los argentinos y que, solamente se gozan por la Provincia de Buenos Aires”… “Las simpatías de que Buenos Aires disfruta en Europa, no las debe a la civilización ciertamente, las debe a la razón muy nítida de que todos los intereses europeos que hoy arraigan en el Plata se hayan vinculados a Buenos Aires” (27), que le aseguraban materias primas agropecuarias producidas a bajísimos costos debido a la excelente fertilidad de la pampa húmeda, a cambio de manufacturas que competían con las de nuestro sacrificado interior.

La civilización de la península primero, y la de Europa y Buenos Aires después, le pasaban por encima a la civilización del interior, arrebatándole sus propios focos de civilización y condenándolo a la ignorancia, al atraso y a aquella mediocridad muy vecina a la indigencia de la que se quejara largamente Sarmiento en sus primeros escritos y, con el nombre de barbarie, en su primer libro “Facundo”.

 

Dos modelos excluyentes

En realidad no sólo se trataba de dos civilizaciones contrapuestas en un momento determinado de sus respectivas historias, sino de dos modelos excluyentes de país. Por eso no sería extraño tampoco que la oligarquía bonaerense y la burguesía comercial porteña prefirieran aquel modelo exclusivo para exportadores de materias primas e importadores de manufacturas extranjeras que hacía las delicias y la fortuna de los habitantes del puerto, excluyendo de esos beneficios a los sectores productivos e industriales del interior provinciano, dividiendo al país desde entonces en provincias ricas y provincias pobres.

De joven, Sarmiento adhirió a uno de esos dos modelos, autodefiniéndose “porteño en las provincias”; aunque ya pasados los 50, siendo Presidente de la Nación, entendería lo que significaba ser “provinciano en Buenos Aires”. En cuanto a la “mediocridad” de su familia y, en particular, de su madre –cabeza de familia-, él mismo se desdeciría en Recuerdos de Provincia (1850).

 

* Diplomado en Historia Argentina y Latinoamericana.

 

Notas

(1) Sarmiento D. F. (1843). Mi Defensa. Chile.

(2) Salcedo E. N. (2008). Exilio y arraigo de D. F. Sarmiento. Edición propia (ISBN 978-987-05-3847-9).

(3) Belgrano J. M. (1954). Escritos Económicos. Buenos Aires: Editorial Raigal, pág. 47.

(4) Salcedo E. N. (2014). Memorias de la Patria Chica. Crónicas de una historia inconclusa. Editorial Universidad Nacional de San Juan (EFU), pág. 73.

(5) Videla H. (1972). Historia de San Juan. Tomo II, Cap. II, pág. 90; (6) Ídem; (7) Ídem; (8) Ídem, pág. 105; (9) Ídem, pág. 108; (10) Ídem, pág. 109; (11) Ídem.

(12) Belgrano J. M. Autobiografía, pág. 50.

(13) Belgrano, Ob. Cit., pág. 207.

(14) Luna F. (1985). Buenos Aires y el país (Sexta edición), pág. 58; (15) Ídem, pág. 54; (16) Ídem, pág. 23; (17) ídem, pág. 17; (18) ídem, pág. 19. Entendemos el término “Buenos Aires” como alegoría de las clases parasitarias y oligárquicas de la ciudad y la provincia de Buenos Aires, que constituyeron una unidad hasta 1880.

(19) Ramos J. A. (2006). Revolución y Contrarrevolución en la Argentina. Tomo I: Las masas y las lanzas. Buenos Aires: Dirección de Publicaciones del Senado de la Nación, pág. 31-35.

(20) Luna, Ob. Cit., pág. 20.

(21) Ídem.

(22) Videla, Ob. Cit., Tomo II, Cap. III, pág. 203; (23) Ídem, Tomo I, Cap. XVII, pág. 802; (24) Ídem, Tomo II, Cap. III, pág. 190; (25) Ídem, Tomo I, Cap. XVII, pág. 804.

(26) Sarmiento D. F. (1960). Recuerdos de Provincia. Buenos Aires: Editorial Eudeba, pág. 163.

(27) Alberdi J. B. (1897). Escritos Póstumos: Facundo y su biógrafo. Cap. XXVI, pág. 361.


Imagen de portada: Retrato de Domingo Faustino Sarmiento a la edad de 34 años. Realizado en 1845 por Benjamín Franklin Rawson.