La segunda revolución tupamarista

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La rebelión de Tupac Amarú tuvo herederos entre sus paisanos, abriendo un amplio campo de lucha que no terminaría en la siguiente rebelión y que, aún hoy, mantiene cuestiones pendientes de resolución.

 

Por Elio Noé Salcedo*

Así como las injusticias contra las que luchaba José Gabriel Tupac Amarú y su movimiento social no desaparecerían con la muerte del caudillo popular, tampoco la revolución que él había comenzado dejaría de tener vigencia. Resulta un acto de estricta justicia reivindicar también a los héroes de la llamada “segunda revolución tupamarista” que, como en la primera, lucharon por la liberación del oprobio al que habían sido sometidas las “castas infames” (indios, negros, mulatos y mestizos) y por la implantación de la justicia social en el Bajo y en el Alto Perú.

Casi al mismo tiempo que Tupac Amarú comenzaba su gran revuelta social (o quizá como consecuencia de ella), estallaba en el Alto Perú “un movimiento revolucionario indígena de proporciones similares”. La encabezaba Tupac Catari -cuyo nombre originario era Julio Apaza- descendiente de Tomás Catari, legendario caudillo inca que había muerto luchando contra los corregidores españoles tras sucesivas revueltas. Tal era la conciencia adquirida durante la revolución de Tupac Amarú que, a pesar de la derrota, ella produjo nuevos caudillos carismáticos.

Tupac Catari pertenecía a la clase de los “forasteros”, “enorme población indígena errática conformada tanto por aquellos indios cuyos sistemas de producción originarios habían sido destruidos y no habían sido incorporados (a los sistemas serviles o esclavos de explotación colonial), como por aquellos que habían logrado escapar de los sistemas de explotación imperantes”.

Los indios “forasteros” eran errabundos y a veces eran empleados en trabajos de tipo ocasional o en los “obrajes”, “verdaderas industrias primitivas (sobre todo textiles) donde los indios trabajaban a cambio de salarios miserables” y “pésimas condiciones de trabajo”. Pero por lo general “eran verdaderos parias: ni registrados por censo alguno, ni empadronados por ninguna autoridad, sin tierras, sin jefes, sin ley”. Debido a su condición nómada, “los forasteros eran por lo general excelentes guerreros, y como los caracterizaba un odio sin límites hacia los españoles, podían ser reclutados fácilmente por los jefes indios rebeldes”, por lo que “el considerable número de indios forasteros (en algunas partes llegaba al 40% de la población indígena) era un permanente potencial de rebeliones y revueltas de todo tipo”. No es casual -señala Fernando Mires- que en las zonas donde hubo mayor número de rebeliones, como Cochabamba, Oruro y el Cuzco, el número de indios forasteros también fuera mayor.

Ni curaca (cacique), ni siervo, ni esclavo, a esa clase de indios que no tenía nada que perder y mucho que ganar pertenecía Tupac Catari, que, igual que Tupac Amarú, contaba entre sus soldados a su esposa -Bartolina Sisa- y a su hermana –Gregoria  Apasa-.

En esta segunda revolución, “las manifestaciones indigenistas del movimiento se sobrepusieron a todas las demás”. La utonomización del movimiento indígena de Catari, desvinculado de cualquier lazo con los criollos, “aumentó en fuerza y extensión” en las poblaciones de gran concentración indígena.

A tales lugares recurrió Diego Cristóbal Tupac Amarú, primo hermano y lugarteniente de José Gabriel, que ante el apresamiento del caudillo tomó la conducción del movimiento derrotado. Después de sus infructuosos esfuerzos por liberar a Tupac Amarú, concentró sus fuerzas en el Alto Perú, desde donde intentó establecer conexiones con los contingentes comandados por Tupac Catari. “La articulación de ambas rebeliones -señala Mires- permitió que durante un breve período se formara en el Alto Perú una suerte de “territorio libre indígenacon un gobierno central residente en la ciudad de Anzángaro y al mando de Diego Cristóbal Tupac Amarú”. Allí encontraron acogida, además de los indios forasteros, indios de las mitas y de los obrajes, gran cantidad de negros, mestizos, cholos, zambos y hasta algunos criollos.

No obstante, así como había fracasado el sitio del Cuzco por las fuerzas de Tupac Amarú, fracasó también el sitio de la ciudad de La Paz por parte de las fuerzas de Tupac Catari. Dos razones -entiende Mires- explican la derrota de esta segunda revolución. La primera fue “la enorme concentración de fuerzas a que se recurrió, pues prácticamente todas las milicias del virreinato fueron puestas en actividad”. La segunda razón, “fue un hábil cambio de estrategia de parte de las autoridades españolas que, avistando que entre los indios también había disensiones, buscaron dividir el movimiento”.

A través del llamado “Decreto del Perdón”, el 12 de septiembre de 1781, el virrey Jáuregui no solo ofreció respetar la vida de aquellos que se rindieren sino que además “prometía una serie de concesiones referentes a limitaciones de los corregimientos y repartos, mejores condiciones de trabajo y una mayor autonomía para los caciques”.

El Decreto cumplió su cometido y, frente a tales ofrecimientos, “se atizaron las diferencias entre los indios. Muchos caciques, por ejemplo, vieron que en ese instante se abría una posibilidad para reafirmar sus posiciones y se mostraron dispuestos a pactar”. El mismísimo Diego Cristóbal -descendiente de emperadores incas-, “comprendiendo que el proceso no podía durar demasiado sobre la base de un movimiento dividido, se vio en la obligación, a fin de evitar derrotas catastróficas, de aceptar el ofrecimiento del virrey”.

Fernando Mires justifica la aceptación del indulto por parte de Diego Cristóbal, interpretando que su informe de capitulación “no tiene nada de claudicante”, pues allí “se ataca sin miramiento a repartos y corregidores y se aboga por los indios mitayos y los de los obrajes”, pretendiendo así una suerte de reciprocidad en el trato a sus hermanos de sangre a cambio de su renuncia a la lucha.

El abandono de la lucha activa por parte de Diego Cristóbal fue rechazada por las fracciones más radicales del movimiento catarista, “que continuaron una lucha feroz y suicida dirigida por (el cacique) Apaza, Catari y, después, por cualquier otro jefe…” que no tardó en aparecer.

Finalmente, cuando Diego Cristóbal comprendió que no todas las reivindicaciones indígenas iban a ser cumplidas por la administración colonial, “intentó plegarse a los insurrectos, razón por la cual, como la mayoría de los jefes rebeldes, también fue ejecutado”.

Aunque aquellas revoluciones habían logrado poner en primera línea los intereses de los más pobres y humillados de la sociedad, al no poder concitar el apoyo de todas las clases oprimidas bajo el absolutismo español (negros, indios, criollos pobres y mestizos sin recursos) e incluso de los propietarios de minas y campos cuyas rentas como casta opresora resultaban recortadas por el dominio español metropolitano, la revolución indigenista fracasó.

Recién la Revolución de la Independencia concitaría al final el casi unánime apoyo -entusiasta en las «clases infames», tibio o fingido en la aristocracia de Lima y de la Sierra-. Esa sería la clave de su éxito, aunque quedarían pendientes, hasta hoy, la resolución de otras dos cuestiones fundamentales: la cuestión nacional y la cuestión social.

 

*Diplomado en Historia Argentina y Latinoamericana.

** Todas las citas corresponden al libro de Fernando Mires (2011). La rebelión permanente. Las revoluciones sociales en América Latina. México: Siglo XXI Editores S. A.


Imagen de portada: Tupak Katari y su esposa (Fuente: http://espiritudemayo.blogspot.com/)