El mundo incaico

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A partir de este artículo ponemos a consideración del lector una serie que el autor ha dado en llamar “Memorias del Tahuantinsuyu” y que nos ilustran sobre el Imperio Incaico, cuyos dominios e influencia llegaron hasta territorio cuyano. De aquella raza provienen muchos hombres y mujeres que más tarde se alzarían contra la injusticia y la dominación española en Nuestra América.

Por Elio Noé Salcedo*

El Imperio Inca nació en el siglo XIII, tuvo trece emperadores y sucumbió finalmente a mitad del siglo XVI. El sistema de vida incaico fue consolidado en el reinado de Pachacuti (1438 – 1463), el emperador quichua que había elegido cambiar hasta su nombre original: Inca Yupanqui.

Treinta años antes de que Colón pisara lo que luego sería América (llamada así por primera vez en 1503), el gran Pachacuti “había consolidado el reino, extendido las fronteras hacia los cuatro extremos, embellecido el Cusco, implantado el quichua como lengua obligatoria y construido el sistema de comunicaciones de caminos, puentes y postas que nunca (antes) existiera” (1).

Para el autor de “Historia de la Nación Latinoamericana”, la civilización incaica “constituía, por lo demás, una confederación altamente centralizada de tribus”, en la que se había consolidado “una sociedad estratificada, cuya población agrícola, con sus caciques locales, producía la alimentación fundamental de la comunidad, que era vegetal, pues la carne era prácticamente desconocida como alimento”. Asimismo, “las clases sociales se erigían a partir de las comunidades nucleadas alrededor del ‘ayllu’; la aristocracia, rodeada por los jefes militares, los sabios o ‘amautas’ y los artesanos reales, culminaba en la persona divina del Inca, hijos del sol” (2).

En realidad, todo comenzaba en el centro de la pirámide: el Inca-dios. Lejos estamos de la sociedad “socialista” o “comunista” vislumbrada por algunos estudiosos del tema, en una sociedad subordinada ciegamente al hijo del Sol y a “su burocrático despotismo”. Así lo cuenta Daniel Larriqueta: los emperadores incas heredaban “el carácter divino de su casta y el mandato de adoctrinamiento y conversión para toda la tierra”, y tenían “la misión de extender” el culto de su padre divino, el Sol (3). Ellos mismos eran considerados dioses, centro del mundo, alrededor del cual giraban los seres vivientes y todas las cosas.

No obstante ser un imperio, se diferenciaba en los hechos de los imperios que advendrían, en la obligación de extender los dones de su dios “a todos los pueblos barbaros de la tierra” (4), incluso a los que “todavía guerreaban”, “andaban desnudos” o “tenían la repulsiva costumbre de comer carne humana” (5). Efectivamente, la gobernabilidad inca se basaba en un severo principio de “reciprocidad” con su pueblo y con los pueblos conquistados, permitiéndoles incluso cierto grado de autonomía, aunque para imponer su autoridad primero tuvieran que convencer a esos pueblos por la fuerza.

La concepción religiosa de los incas no era muy diferente a la concepción religiosa del medioevo europeo, salvo por un pequeño detalle: a la llegada de los españoles al Nuevo Mundo, en el Viejo Mundo había dejado de tener preeminencia el poder eclesial absoluto ligado a la nobleza europea, y ya aparecía con su fuerza arrolladora el Capitalismo en su etapa mercantil.

Incipiente por entonces, el Capitalismo podía significar un avance con respecto a muchos aspectos de la Edad Media, pero pronto ese nuevo modo de producción,   intercambio y relaciones sociales -desconocido para los pueblos de lo que luego sería América- dejaría a un lado los ideales cristianos de los Reyes Católicos y de los fervorosos evangelizadores, e impondría sus leyes impiadosas al Nuevo Mundo contra las propias Leyes de Indias y a contramano de la prédica insobornable del padre Bartolomé de las Casas.

Como lo denunciara en 1810 el diputado americano Inca Yupanqui en la Junta de Cádiz en momentos en que se propagaba con fuerza el movimiento revolucionario en todo nuestro territorio, la corona española había abandonado América “al cuidado de hombres codiciosos e inmorales” (6). De allí que, como apunta Jorge Abelardo Ramos, llegara a ser práctica generalizada el aforismo: “Las órdenes del Rey se acatan y no se cumplen” (7).

Más allá del irrespeto a la ley, coadyuvaron a la instalación y desarrollo de aquel capitalismo colonial dos motivos de alguna manera concurrentes: 1) debido al atraso español (“la industria española había sido abandonada o arruinada por el descubrimiento de América”) (8), llegaron muchos aventureros a los nuevos territorios descubiertos, deseosos de enriquecerse rápidamente, que devinieron en propietarios de tierras, titulares de explotaciones mineras y, consecuentemente, de explotaciones de indios; y 2) la prohibición de toda explotación industrial en América y del comercio de los pueblos americanos entre sí y con otros países extranjeros (monopolio español), mientras se entregaba el comercio exterior a los proveedores industriales europeos, principalmente Gran Bretaña, que muy pronto se convertiría en dueña del comercio mundial.

Los monopolios de Cádiz eran, en realidad, como dice Ramos, “un sector de la burguesía importadora de España y virtuales agentes comerciales de la industria inglesa, holandesa, francesa e italiana” (9).

A partir del siglo XVI (o sea en el mismo momento que los españoles llegaban al Perú y descubrían la existencia del mundo incaico), Inglaterra ocupaba el centro del nuevo sistema mundial y España “se convierte en el intermediario ruinoso entre el Nuevo Mundo y el capitalismo pujante de Gran Bretaña, que absorbe, industrializa y distribuye gran parte de las riquezas latinoamericanas, seguido por Holanda y Francia” (10). Minerales diversos, el azúcar, el tasajo, el sebo, las astas, los cueros, el tabaco, el trigo, el cacao, el café o el algodón “son extraídos a partir de entonces con la sangre y el sudor del trabajo forzado” realizado por indios, negros y mestizos, “y se transforman en capital comercial” (11). Así se insertaban en el mercado mundial las clases parasitarias locales.

Lo cierto es que, en medio de ese movimiento imparable que significaba el capitalismo en su etapa colonial-comercial, llegaron a tierras del Tahuantinsuyu Pizarro, sus 178 hombres y 37 caballos.

Si se deja por un momento de lado el nivel de civilización técnica y de utilaje militar que manejaba el feroz Pizarro, y que consagró su inverosímil victoria sobre los Incas -sostiene Ramos-, este gran pueblo americano empleaba para su expansión imperial una inteligencia política que los españoles omitirían en sus métodos de conquista” (12).

En efecto, cuando el Inca se proponía ensanchar su imperio, confirma Louis Baudin, “se informaba primero de la situación general de la tribu que ocupaba ese territorio y de sus alianzas; se esforzaba en aislar al adversario obrando sobre los jefes de los pueblos vecinos mediante dones y amenazas; después encargaba a sus espías estudiar las vías de acceso y los centros de resistencia. Al mismo tiempo, enviaba mensajeros en distintas ocasiones, para pedir obediencia y ofrecer ricos presentes. Si los indios se sometían, el Inca no les hacía ningún daño; si resistían, el ejército penetraba en el territorio enemigo, pero sin entregarse al pillaje ni devastar un país que el monarca pensaba anexar” (13).

Con esos antecedentes, el 16 de noviembre de 1532, el Inca Atahualpa hizo su entrada triunfal en la plaza de Cajamarca, “dispuesto a imponer su grandeza y someter a los ciento setenta y ocho españoles bajo su aura divina y el poder de su ejército de cuarenta mil hombres que rodeaba el sitio” (14).

Aquel día, sin embargo, comenzaría otra historia, la historia que nos llega hasta el presente y que soportaría a través del tiempo otra conquista, menos espectacular y casi invisible: la de nuestra economía y de nuestra cultura, que todavía nos impide realizarnos como una verdadera Nación.

 

* Diplomado en Historia Argentina y Latinoamericana.

Notas

(1) Larriqueta D. (2014). Atahuallpa. Memoria de un dios. Buenos Aires: Edhasa, pág. 10.

(2) Ramos J. A. (2006). Historia de la Nación Latinoamericana. Buenos Aires: Dirección de Publicaciones del Senado de la Nación, pág. 63.

(3) Larriqueta, Ob. Cit., pág. 10.

(4) Ídem, pág. 10.

(5) Ídem, pág. 16.

(6) Ramos, Ob. Cit., pág. 125.

(7) Ídem, pág. 77.

(8) Ídem, pág. 77.

(9) Ídem, pág. 77.

(10) Ídem pág. 79.

(11) Ídem, pág. 80.

(12) Ídem, pág. 61.

(13) Baudin L. (1945). El Imperio Socialista de los Incas. Santiago de Chile: Editorial Zig-zag, pág. 341.

(14) Larriqueta, Ob. Cit., pág. 45.