¿Historia o leyenda? ¿Realidad o ficción?

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Los hombres son protagonistas de la Historia; las mujeres, de las leyendas. ¿Tiene que ver eso con la invisibilización de la mujer y su traslado a un lugar secundario, marginal o solo de mito o leyenda?

 

Por Elio Noé Salcedo

¿Es casual que mientras la historia está suficientemente nutrida de protagonismo masculino, por el contrario, las leyendas gocen preferentemente del protagonismo femenino? ¿Tiene que ver eso con la invisibilización de la mujer en la historia y su traslado a un lugar secundario, marginal o solo de mito o leyenda? ¿O es acaso la leyenda una suerte de sutil reivindicación feminista, que a través de esa expresión resiste la negación de la existencia de la mujer en la historia?

En San Juan existen varias leyendas protagonizadas por mujeres, como la de la india Mariana en Pocito, la de la enamorada del diablo en las serranías de Valle Fértil, la de la Niña de Pachaco en Calingasta, o la de la misma Deolinda Correa en Caucete. Y si se quiere también, la de la Pachamama (la Madre Tierra), que antagoniza con el indio Huampi o Gilanco, en la leyenda del Viento Zonda; o en su versión más negativa, la de María Musha, que habitaba la zona de Niquivil y asustaba a los niños en el siglo pasado.

Existen también mujeres legendarias, como por ejemplo Martina Chapanay, mestiza, cuya leyenda habla de una émula de Robin Hood en nuestra región. La historia oficial no parece reconocer tampoco la existencia o importancia histórica de mujeres como Martina Chapanay, en la medida en que “no hay registro histórico” de los hechos que se le atribuyen, y entonces se la considera mezcla de realidad y ficción.

Es el caso también de Deolinda Correa, que fue una mujer de carne y hueso; que como todas las mujeres y hombres de su época, estuvo entreverada en nuestras luchas civiles, y cuyo heroísmo personal es motivo de veneración de hombres y mujeres del pueblo o con sensibilidad popular.

 

La que le dio el nombre a Pocito

Cuéntase que a seis leguas al sur de la ciudad de San Juan, a mitad del siglo XVIII, en un rebrote, tal vez, del más grande asiento huarpe de pescadores de Huanacache, vivía Mariana, una india solitaria cuya única compañía era un bravo mastín.

A fin de ganarse la vida y conservar su independencia, habiendo encontrado oro en un misterioso “pocito”, Mariana vendía oro a los vecinos y viajeros que pasaban por el lugar.

Despertada la avaricia entre los que la conocían, comenzó a ser perseguida para que revelara el secreto de aquel pocito de oro que podía enriquecerlos.

Advertida de esos propósitos, y siendo en vano el acecho de los que pretendían despojarla de su secreto, un día Mariana desapareció para siempre, dejando tras de sí el misterio del “pocito”, tal como comenzó a llamarse desde entonces a aquella comarca, hoy departamento Pocito.

 

Gran luchadora de la causa federal

Se conocen los registros del nacimiento y bautizo de Martina Chapanay (9 y 15 de marzo de 1799 respectivamente), aunque no los de su muerte, que se presume fue en 1887. Se admite que nació en la zona lagunera de Huanacache y era hija del huarpe Juan Chapanay y de la cautiva blanca Mercedes o Teodora González.

Siendo muy joven, fue llevada por su padre a Ullum, a la casa de una terrateniente del lugar, donde a cambio de sus servicios domésticos, Martina debía recibir casa, comida y educación. Ante la falta de cumplimiento de la contraparte, que no le prodigaría la tan ansiada educación, debió pensar Martina en cambiar su destino, por lo que se casó con un peón de la finca y huyó de aquel lugar.

A partir de entonces, debido a su inquebrantable personalidad, transitó intensamente los avatares de la historia argentina del siglo XIX. Fue así que alrededor de 1820 buscó refugio junto a su pareja entre las huestes de Facundo Quiroga, reconocido caudillo federal de varias provincias, entre ellas, San Juan. Debió participar entonces en las batallas de La Rioja (1823); El Tala, Tucumán (1826); El Rincón (1827); La Tablada (1829); Oncativo (1830); Rincón de Rodeo, Mendoza (1830); y Ciudadela (1831), en la que perdió a su pareja.

Después de esa larga campaña, resolvió volver a Ullum, pero no encontró el amparo esperado. Decidió entonces ir a vivir en las sierras que conocía como buena baqueana que era, debiendo vincularse para comer y subsistir con una banda de forajidos que asaltaba a los viajeros pudientes por aquellos caminos polvorientos. Así se convertiría en el personaje cuya memoria la leyenda ha conservado, pero que desconoce su mérito como soldado federal, siempre al lado del “gauchaje vilipendiado de su época” *.

Fue la disconformidad con la vida de asaltante de caminos la que la llevó a ofrecer sus servicios militares a Nazario Benavidez e intervenir en la sangrienta batalla de Angaco. Esa situación la llevó a su vez a vincularse con el caudillo riojano Ángel Vicente Peñaloza (auténtico federal del Interior, como Nazario Benavidez), a quien acompañaría en sus campañas antiporteñas como escolta y espía militar, sin dejar nunca de participar en las batallas munida de su lanza.

Sintiéndose nuevamente fatigada por la guerra civil, fue a vivir a Valle Fértil, donde pudo ejercer dignamente su oficio de baqueana, rastreadora, boleadora de animales cimarrones y ciudadana ejemplar.

Con el peso de los años a cuesta, y sin más recurso que su caballo y aperos que le servían de cama, decidió pasar sus últimos días en Mogna, donde encontró la paz para bien morir.

 

Una mujer heroica

Deolinda Correa, mujer cuya memoria es venerada en el altar de la religiosidad popular, “reconoce rastro cierto”, afirma el historiador Horacio Videla, por lo que su existencia “no se trata de una fábula o leyenda”, aunque “no constituya historia por incompleta información” **.

A pesar de ello, es el mismo Horacio Videla el que nos da algunas claves para rescatar de la bruma histórica el drama de Vallecito. Dos hermanas Correa –dice Videla-, casadas con dos hermanos Bustos, sobrinos del gobernador Bustos, caudillo (federal) de Córdoba, experimentaron crueles padecimientos al hacerse presente el general Lamadrid, al frente de una columna del ejército unitario y ocupar en dos oportunidades la provincia de San Juan: 1830 y 1841 (de allí la duda de la época en que ocurrió el drama que convirtió a Deolinda en la Difunta Correa).

No debe escapar a la comprensión del asunto que, asesinado Facundo Quiroga en 1835, en mayo de 1840, la Provincia de La Rioja se separó de la Confederación Argentina y se convirtió en dominio y refugio de unitarios, mientras que en Mendoza dominaba el Fraile Aldao, soldado de Rosas y, por entonces, al menos, aliado de Benavidez.

Refiere el historiador Videla, que en 1830, el esposo de la hermana de Deolinda (ministro de Gobierno del gobernador Echegaray depuesto) fue asesinado en la prisión por orden de Lamadrid. El drama que llevó a Deolinda a seguir por el desierto a su marido (hecho preso en Valle Fértil o conchabado en la milicia, como tantos hombres de su época) podría haber ocurrido ese mismo año de 1830, o en ocasión de la segunda invasión de Lamadrid, en 1841.

Incluso existen otras dos versiones de los hechos que podrían haber servido de fondo al drama de Deolinda en el desierto sanjuanino: la que protagonizó el Fraile Aldao en 1825, después del combate de Las Leñas (para reponer en el gobierno de San Juan a Salvador María del Carril, autor de la Carta de Mayo), ocasión en la que Aldao hizo en San Juan 200 prisioneros; o la ocupación de San Juan por parte del ejército riojano al mando del general Brizuela (“que dejó pálida a la del coronel José Aldao”**), en respuesta a la invasión del gobernador sanjuanino José Martín Yanzón a La Rioja.

De lo afirmado podemos deducir por ahora la filiación federal de la familia Correa, igual que la mayoría de la población sanjuanina que se batió con Aldao en 1825, fue mudo testigo del asesinato del hermano de Baudilio Bustos en 1830, soportó la invasión de Brizuela en 1835 y repudió la presencia de los unitarios en 1841, batiéndose heroicamente contra ellos en Angaco, La Chacarilla y Rodeo del Medio.

No obstante las distintas interpretaciones históricas que puedan haber sobre los sucesos que incluyen a Deolinda Correa, cabe preguntarse: ¿pueden esas interpretaciones oscurecer el heroísmo de esa valiente mujer, sostén de su hogar y fiel compañera en la búsqueda de una vida mejor para su familia y para su pueblo?

 

* F. Mo (1988). Cosas de San Juan. Tomo III.

** H. Videla (1976). Historia de San Juan. Tomo IV.


Fuente de la imagen: Red de Estudios de la Diversidad Religiosa en Argentina (http://www.diversidadreligiosa.com.ar)