Deodoro Roca y Saúl Taborda, los ideólogos de la Reforma

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Deodoro Roca comenzó como pensador nacional y terminó adhiriendo a la izquierda internacionalista, mientras que Taborda, que se inició exponiendo una concepción liberal cuasi-anarquista y rivadaviana, viró a partir de 1930 hacia posiciones netamente nacionales. Ambos jóvenes ya abogados en 1918, provenían de antiguas familias criollas y federales de Córdoba.

 

Por Elio Noé Salcedo*

Roca y Taborda fueron los dos grandes ideólogos de la Reforma Universitaria. Roca fue, además, su vocero principal. Ambos jóvenes ya abogados en 1918, provenían de antiguas familias criollas y federales de Córdoba. Sin embargo, pese a su contemporaneidad y unidad de acción en la primera etapa de la Reforma, sus rutas intelectuales se convertirían con los años en caminos cruzados. La crisis de 1929/30 ejerció efectos contrapuestos sobre ambos amigos y compañeros, impulsándolos hacia los extremos opuestos de las posiciones que hasta entonces habían sostenido.

Deodoro Roca comenzó como pensador nacional y terminó adhiriendo a la izquierda internacionalista, mientras que Taborda, que se inició exponiendo una concepción liberal cuasi-anarquista y rivadaviana, viró a partir de 1930 hacia posiciones netamente nacionales, ateniéndonos a las categorías del revisionismo nacional del siglo XX (Jauretche, Sacalabrini Ortiz, Ramos, Hernández Arregui).

Taborda parte, en cambio, del extremo opuesto al de las ideas del “joven Roca” (el primer Deodoro). En el libro que en 1918 repartió entre los estudiantes asistentes al 1° Congreso Nacional de FUA, “Reflexiones sobre el ideal político de América”, con confianza típicamente liberal y racionalista, Taborda afirma que la Democracia social que propugna “será efectiva a medida que el pueblo se capacite para pensar y expresar su pensamiento por los resortes del gobierno”; explica, dentro de los más ortodoxos cánones del liberalismo cosmopolita y europeísta, el resorte íntimo de la historia argentina como la lucha entre la civilización y la barbarie (“revolucionario” el “sistema de la ciudad”, “feudal” el otro); alaba el “chispazo genial” de Rivadavia y su Ley de Enfiteusis; ve en Rosas sólo un producto del latifundio, y –finalmente- desprecia al movimiento Yrigoyenista por ser “una oligarquía de tendencia plebocrática”. Como se ve, aquel Taborda arranca en sus reflexiones como un liberal avant la lettre.

Pero la crisis epocal con que se inicia la “Década Infame” (1930-1943), dará lugar a un vuelco copernicano en las concepciones tabordianas. Casi en soledad total, en estos diez años Taborda vuelve sobre sus pasos y construye una nueva filosofía, una nueva concepción de la cultura y de la pedagogía: la cultura “facúndica”, el “Federalismo comunalista” y la “Pedagogía del genio nativo”. Establece relaciones con Jauretche, la gente de FORJA, con lo mejor del sabattinismo antiimperialista y patrocina dos conferencias del gran luchador paraguayo (presidente y líder de los campesinos): Juan Natalicio González, que también adhiere al pensamiento nacional de FORJA.

Por su parte, Deodoro Roca, en el discurso de clausura del 1º Congreso Nacional de Estudiantes de 1918, había expresado lo más medular de las ideas de la Reforma en su primera etapa y expuesto las raíces nacionales y latinoamericanas del gran movimiento: “Pertenecemos –diría entonces- a esta misma generación que podríamos llamar la de 1914 y cuya pavorosa responsabilidad alumbra el incendio de Europa. La anterior se adoctrinó en el ansia poco escrupulosa de la riqueza, en la codicia miope, en la superficialidad cargada de hombros, en la vulgaridad plebeya, en el desdén por la obra desinteresada, en las direcciones del agropecuarismo cerrado o de la burocracia apacible y mediocrizante. Fugábase la espiritualidad: hasta el viejo espíritu de los criollos -gala de la fuerza nativa, resplandor de los campamentos lejanos en donde se afianzó nuestra nacionalidad- iba diluyéndose en esta grisácea uniformidad de la conducta, y enredándose en las oscuras prácticas de Calibán. El libro recién llegado –cualquiera que fuese su procedencia y su calidad- traía la fórmula del universo y la única luz que nuestros ojos podían recoger… Asumía el carácter de un símbolo: el barco no llegaba y entonces el rumor de la tierra perdía sentido y hasta el árbol familiar callaba su voz inefable…”.

Pero si esa era la situación de nuestra creciente colonización cultural, que Deodoro describía con semejante fuerza, no obstante, de los “islotes de la raza” llegó con ellos “la fe en los destinos de la nacionalidad. Y, precisamente, irrumpieron en las ciudades cuando la turba cosmopolita era más clamorosa, y nuestros valores puramente bursátiles. Entraron a codazos. De escándalo en escándalo, de pugilato en pugilato, llamaron sobre sí la atención. Y en todos los campos se inició la reacción… Entonces se alzaron altas las voces. Recuerdo la de (Ricardo) Rojas: lamentación formidable, grave reclamo para dar contenido americano y para infundirle carácter, espíritu, fuerza interior y propia al alma nacional: para darnos conciencia orgánica de pueblo”.

En el Manifiesto del 1º de julio de 1928 redactado por Saúl Taborda, durante la gran huelga del 10° Aniversario –en plena puja entre Reforma y Contrarreforma-, la FUC diría: “Las circunstancias de Latinoamérica han querido que sea en sus Universidades donde se elaboren las modalidades de su futuro, y que la Nueva generación sea su intérprete y arquitecto.  Estamos dispuestos a nuestra misión… para proseguir con sacrificio la Reforma, cada vez más orgánica: la pura y tensa voluntad dirigida hacia los compañeros de Latinoamérica, hasta su completa realización”. Pero la Contrarreforma, ligada a la reacción contra Yrigoyen y el proyecto nacional de entonces, demostraría que la lucha no se podía circunscribir solo a la Universidad, y que la Universidad no podría realizarse en un país que no se realizara.

Para 1930 –en plena Contrarreforma-, el principal vocero de la Reforma había abandonado de hecho sus ideas reformistas y se pronunciaba contra el movimiento nacional yrigoyenista, prologaba y epilogaba “El Último Caudillo”, libro liberaloide del Dr. Carlos Sánchez Viamonte, justificaba la contrarrevolución uriburista de Septiembre, se afiliaba al Partido Socialista juanbejustista –-al que renuncia enseguida pero no por diferencias respecto a la cuestión nacional, como Ugarte o Palacios, sino por motivos de orden secundario-, y se acercaba luego al comunismo. A partir de 1935 propugna el “Frente Popular” con participación de comunistas, alvearistas, antipersonalistas de Entre Ríos,  socialistas y otros, y calificará de “nazi” a Amadeo Sabattini (¡el mismo que permitía la libre actuación del Partido Comunista en la provincia!). En 1940 ya ha aceptado la vigencia del dilema “Democracia o Fascismo”, que responde en todo caso a la realidad internacional pero no a la propia. La América Nuestra que había sostenido antes, es abandonada a favor de “las Américas”, esencia del panamericanismo pro-yanqui. En 1941 se referirá elogiosamente a “las alas británicas, único soporte entonces de las esperanzas del mundo”. A esta altura, las viejas ideas nacionales y antiimperialistas ocupaban un lugar totalmente secundario en relación a la hegemonía que en su pensamiento imponían las nuevas concepciones de la izquierda internacionalista, cuando falleció el 7 de junio de 1942.

Taborda, por su parte, no podría formarse una visión global del nuevo movimiento nacional que nacía –el peronismo– (como dentro de su generación lo haría Manuel Ugarte), porque falleció el 2 de junio de 1944. Una lacónica leyenda en su tumba de Unquillo, si bien demasiado parca para quien sostuvo los ideales de la Reforma hasta su muerte, al menos da cuenta de la razón de su existencia: “Saúl Alejandro Taborda. Vivió y pensó para su tierra”.

 

*Diplomado en Historia Argentina y Latinoamericana de la FFHA de la UNSJ y de la UNVM.


Imagen de portada: Saúl Taborda y Deodoro Roca. Fuente: Museo de la Reforma, Universidad Nacional de Córdoba. Universidad Nacional de La Plata.